Onán y una universidad llamada calle
Marco Aurelio González Gama
Para quienes me hicieron el favor de leer la penúltima de mis entregas (Anticlímax) —es aquella donde hablo, entre otras temas, de las más hermosas y sensuales actrices de la historia del cine italiano de antaño (Sofía Loren…), y las catalogo como las ‘sacerdotisas’ que inspiraron mis años mozos, afinando y refinando mi gusto por la belleza y la sensualidad femenina—. Pero no nada más las italianas, lo que pasa es que eran abrumadoras y generosas a la hora de lucir turgencias, en materia de féminas nunca he discriminado, en esta galería cabían mexicanas como Elvira Quintana, Silvia Pinal, Kitty de Hoyos, Lilia Prado (‘Un tranvía llamado deseo’), Ana Luisa Peluffo, Tere Velázquez (‘Ratas del asfalto’); argentinas como Rosita Quintana (cómo olvidarla en (‘Susana, carne y demonio’) y Libertad Leblanc; francesas como Brigitte Bardot, Catherine Deneuve y Jeanne Moreau, y hasta españolas como Sara Montiel, Amparo Muñoz y María José Cantudo. Con el perdón de ustedes, estimadas y estimados lectores, no vayan a pensar que el que esto escribe y que alguna vez fue un imberbe soñador adolescente (de adolecer en la acepción de estar incompleto o carecer de algo), era un asiduo practicante del onanismo, para nada, lo que pasa en realidad es que formé parte de aquellas muchas generaciones de jóvenes que en los setentas del siglo precedente, la calle fue nuestra gran escuela, o más bien dicho, formó parte de una etapa importante de nuestra vida como formadora y educadora empírica. A algunos nos ayudó en el conocimiento pleno, en la visión del mundo que nos forjamos de aquellos años, a otros, quizá, les labró el carácter y la personalidad, y a algunos más, también, les malogró el presente y futuro conduciéndolos por el camino del vicio y la vagancia. Ese ‘mundo educativo’ lo formaban, entonces, para bien o para mal, la casa familiar, la escuela y la calle, dicho esto último con la mayor amplitud posible: era nuestra gran cancha para jugar de todo, hasta lo inimaginable; las rutas callejeras nos llevaron a los parques públicos, a agarrarnos a trompadas, a echar carreras con los carretones hechos con pedazos de madera reciclada, a las escondidas, a los infaltables billares, a prender el primer cigarrillo, al dominó y a las cartas españolas (conquián), al ‘futbolito’ de mesa, nos enseñó a jugar canicas, a los carritos en pistas pintadas con gis, al trompo y al balero, a los volados, a la ‘rayuela’, al ‘tacón’, al ‘avión’, al burro castigado, a ‘explorar’ lugares prohibidos, a descubrir ambientes ignotos y no exentos de peligros, riesgos y perversiones. Pero esa misma calle, a mi en lo personal me llevó a descubrir el maravilloso mundo del Séptimo Arte y a algunas de las mujeres más bellas del universo, o a que quisiera ser cuando grande fuera como el mismísimo Agente 007. ¡Caray!, he sido muy afortunado, vi cine hasta que me cansé, disfruté la calle, y a veces también la padecí, y en ese imaginario de recuerdos, ahí están, todavía, gracias a la persistente memoria, esos cuerpos turgentes inolvidables e inmortales.