El universo es perfecto. Ninguna pieza del universo sobra o falta. Todo, cada parte del universo es perfecta. La araña, Ela, era muy fea, patona, ensortijada, oscura, repugnante, misteriosa, terrible pero perfecta. Ela, la araña, sin duda era un sofisticado diseño conjunto de la naturaleza y del creador. Ela, la araña, era pues una pieza del universo con una misión y un fin predeterminados. Ela, maestra inmaculada de Penélope, su alumna más destacada en aquella época de mitologías, siempre fue imitada y admirada por su raro quehacer. Ela, tejía y entretejía redes colgantes en espacios abiertos como queriendo marcar caminos imperceptibles y duraderos. Cada fibra de su resistente tejido, tenía un caleidoscopio de colores que descomponía la luz en sofisticados matices. Tramos rojos, morados, verdes, amarillos y blanquecinos, resaltaban en cada hilo de la red mojados por el rocío de la noche que bajaba de la alta montaña. Desde el devenir de los tiempos, la estirpe de Ela tejía y tejía, siempre había hecho lo mismo: tejer y tejer. Quizás tejía Ela para atrapar sus presas y poder comer en franca y abierta sobrevivencia, quizás solo estaba dispuesta para tejer. Ela tejía y no sabía para qué, por que hacer y no saber qué hacer también era también un fin en sí mismo. Ela, la araña, vivía enfrente de la vieja, hongosa, y húmeda colmena de don Porfirio, ese zángano mayor protegido por la reina. Bajaba Ela, la araña, todas las mañanas a descansar junto al enfermo árbol de pochote que arrojaba su cuerpo casi muerto muy cerca del camino. Ela, la araña, con el tiempo empezó a entender que tenía un fin similar al de la colmena: trabajar y trabajar por la eternidad de los tiempos sin saber para qué. Y cuando Ela, la araña, le preguntó a la reina de la colmena un día que salieron juntas a tomar un suculento té de néctar con flor de tila, sobre por qué el extenuante trabajo, la reina le contestó: hay un solo fin en nosotras, hacer. Ela se dio cuenta que había una diferencia entre el trabajo de ella y el trabajo de la colmena: mientras que Ela trabajaba sola, la colmena tenía toda una división del trabajo con clases sociales y jerarquías. Y la similitud, pensaba Ela, era trabajar. Pero había algo, un ingrediente actual que las hermanaba: ambas habían sido corrompidas por causas aberrantes que tergiversaban el destino dado por el supremo. Las abejas alteraron su destino porque causas externas sustituyeron a la reina sacra e incólume por una manceba reina inútil que modificó el proceso natural. La colmena así, se volvió nómada y floja. Y en el caso del tejido que Ela cuidaba mucho, alguien había puesto un libro de leyes del hombre que rápido corrió como metástasis sobre cada hilo del preciado tejido. Cerca del extraño libro se oían voces, discusiones, gritos y vituperios sin sentido. De los hilos empezó a emanar una apestosa baba que ensuciaba todo a su paso. Ela, molesta, gritó al poniente tres veces pidiendo hablar con el supremo. De inmediato apareció éste, preguntando a Ela: ¿Qué te pasa Ela? De frente Ela le expresó al supremo su caso desesperado. El supremo dijo: mira Ela, hay dos fines en la naturaleza de tu ser: el primero es tejer, el segundo es no preguntar; que no te alarme todo lo que el hombre hace, el hombre fue creado a imagen y semejanza, eso quiere decir no igual a mí; si fuese igual a mí, seguramente yo sería un vasallo más de su iniquidad; si me entendiste sigue tejiendo, si no me entendiste sigue tejiendo. Y desapareció el supremo así como llegó. ¡A tejer, ya que “chingaos”! dijo Ela. Gracias Zazil. Doy fe.