«Mi abuela quedó ciega. Pero en vez de hundirse en las tinieblas de la tristeza, o llorar con amargura irremediable, aprendió a escudriñar sus adentros, a revisar con atenta curiosidad todo lo que acontecía hacia su interior, a repensar sus saberes y sus aconteceres. Así, resultó visionaria, veía más que quienes contábamos con el sentido de la vista; ella, decía, no había perdido absolutamente nada, había ganado un don, que sólo es ofrecido por Dios a unos cuantos. La ceguera sublima, comentaba, porque nada ni nadie nos distrae, permite la concentración y por tanto el análisis, la reflexión». Lo escribió Francisco Morosini en su libro «Así de breve es la vida».