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El Economista

El viajero dorado procedente de otro espacio y otro tiempo. Foto: Reuters.

Ricardo Quiroga.
De la estatua de la diosa Niké al tema “My Way”, varios de los elementos que constituyeron la ceremonia para marcar el cierre de la justa deportiva en La ciudad de las luces estuvieron llenos de significados históricos para la cultura francesa y olímpica mundial

En un encuentro de convocatoria tan potente, que reúne en un solo país a tantas naciones dispuestas a dirimir su potencia atlética en una serie de justas pacíficas, es un acto donde la cultura o, mejor dicho, las culturas, se cruzan, donde un país se confirma o emerge como una potencia deportiva, derivada de una serie de disposiciones y procesos culturales que hacen de un atleta o un grupo de ellos seres capaces de competir con sus iguales por un título definitivo.

Pero así como la cultura es un acto de origen colectivo, también se gesta y se desarrolla, se nutre desde la individualidad. De ahí que en los Juegos Olímpicos no sea extremadamente atípico pero sí gratamente extraordinario enterarnos de historias excepcionales de firmeza, necedad, pasión, de una persona que, en contra de los cánones culturales de su país, destaca en una disciplina donde había más adversidad que disposiciones institucionales. Estas historias han hecho de los Juegos Olímpicos momentos deliciosos, conmovedores.

La Ceremonia de Clausura de la justa olímpica de París 2024, sucedida la noche de este domingo en el Stade de France, fue la apoteosis de todo ese conjunto, las luchas deportivas colectivas y las epopeyas individuales, los momentos de empatía entre rivales y los dramáticos inesperados. Fue, en fin, el simbólico acto de la disolución de las naciones, cuando a la entrada de la ceremonia, a diferencia de la clausura –y al ritmo de temas emblemáticos como “We are the Champions”, de Queen, y “Freedom for desire”, de Gala Rizatto–, las y los deportistas ingresaron entremezclados, sin barreras nacionales, sin más nervios, como una sola comunidad.

Evocaciones a la fundación de los Olímpicos

Durante el programa artístico de la clausura de la justa olímpica, y con ella el cambio de estafeta con la ciudad de Los Ángeles para el año 2028, hubo al menos un par de simbolismos históricos, artísticos, culturales que vale la pena detallar.

La puesta en escena de clausura fue dirigida también por el actor y director escénico Thomas Jolly, encargado del apoteósico y ambicioso acto inaugural del evento deportivo.

El relato central fue el de un viajero dorado procedente de otro espacio y otro tiempo, arribando a un sitio en el que alguna vez hubo juegos olímpicos, pero hoy es un desierto y si acaso quedan algunos vestigios de la humanidad. Y esos vestigios son, precisamente, los cinco aros olímpicos, símbolos de los cinco continentes unidos, unidos por este ensamblaje cultural.

En esta exploración del mundo inhóspito, donde el viajero y su séquito buscan armar esa extraña escultura compuesta por cinco aros, aparece la bandera de Grecia, y de fondo su himno. Es una referencia al lugar de origen de los Juegos Olímpicos, fundados hace unos 2,800 años.

Acto seguido, vemos emerger una reproducción de la Victoria alada de Samotracia, cuya pieza original, una obra del periodo helenístico, posiblemente del 190 a.C., se encuentra en el Museo del Louvre, en París, que con sus imponentes 2.75 metros de altura, se posa sobre el descanso de la escalera Daru, un sitio de honor del famosos museo y su sitio de 1883.

La escultura fue descubierta al norte del archipiélago griego por el arqueólogo francés Charles Champoiseau en 1863, treinta años antes de la gestación de los Juegos Olímpicos modernos, en 1894, por Pierre de Coubertin.

La escultura hecha con mármol de Paros, uno de los materiales más bellos y codiciados de la antigua Grecia, representa a Niké, la diosa griega de la victoria. Se piensa que fue mandada a construir en Samotracia por algunos habitantes de Rodas para agradecer los favores de los Cabiros, una serie de deidades misteriosas que regían sobre la fertilidad y protegían a los marineros. De ahí que la escultura parece descansar sobre la proa de un barco.

La presencia de la obra es uno de los paralelismos entre los países de Francia y Grecia como culturas compartidas, ambas gestoras de los Juegos Olímpicos modernos y de la antigüedad, respectivamente.

El viajero dorado y sus colegas logran encontrar los cinco aros olímpicos sepultados en cada uno de los continentes representados sobre la explanada del estadio. Todos ellos terminan elevándose y uniéndose en el aire, como una manera de reconocer a Francia como la reivindicadora del olimpismo.

El acto concluye con la aparición del pianista suizo Alan Roche, suspendido en el aire, y el tenor francés Benjamin Bernheim, ambos interpretando el “Himno a Apolo”, una de las piezas musicales más antiguas que se conocen, posiblemente escrita en el 128 a.C.

La obra original, la composición musical, se encontró esculpida sobre fragmentos de piedra que se encontraron precisamente en 1893, en Delfos, poco tiempo antes de la realización del Congreso Olímpico que restituyó las justas deportivas. Este himno se tocó en la Sorbona en 1894, como parte de la voluntad establecida por Pierre de Coubertin.

Estafeta entre París y Los Ángeles

En la parte musical en vivo, en el estadio, sorprendió la actuación de la famosa banda francesa Phoenix, con temas como “Love Like a Sunset”, “Lisztomania”, If I Ever Feel Better” y “Funky Squaredance”, así como las emblemáticas “Playground Love, junto con la banda AIR, y “Tonight”, con Ezra Koenig, el vocalista de Vampire Weekend, lo mismo que la por demás conocida “1901”, con la que cerraron su acto.

Fue una ceremonia de cruces culturales de principio a fin. Después del cambio de estafeta entre París y Los Ángeles, ciudad que será sede de los juegos en 2028, y de sendas presentaciones de los Red Hot Chili Peppers, Billie Eilish y Snoop Dogg desde las playas de California, el cierre definitivo de la ceremonia en el Stade de France sucedió en voz de la cantante francesa Yseult, quien interpretó “My Way”, un tema adaptado por Paul Anka en 1969 a partir de la canción “Comme d’habitude”, de 1967, escrita por Claude François y Jacques Revaux.

El tema en inglés fue popularizado por cantantes como Frank Sinatra y Elvis Presley, pero es uno de las tantas obras artísticas que unen a dos naciones, como Francia y Estados Unidos, en esta época relevistas olímpicos.

Con información de Olympics 2024, Louvre.fr