Vámonos. Pedro Chavarría.

Se abre la puerta y aparece mi padre. Lo veo claramente aunque hay poca luz: alto, calvo,
blanco, ojos verdes, con sobrepeso. Se pone su acostumbrada gorra de beisbolista, aunque
nunca ha jugado beisbol. Me sorprende verlo de repente, no lo esperaba y no tuve el menor
indicio de que se acercaba, no oí sus pasos y lo percibí hasta que había traspuesto la puerta.
Pero aquí está: lleva una camisa a cuadros, tipo chazarilla, como siempre le ha gustado. Es
un hombre corpulento, siempre me ha impresionado la masa muscular de sus brazos, y sobre
todo, sus manos: grandes, fuertes y callosas, capaces de abrir cualquier frasco sin esfuerzo,
o de vencer cualquier tuerca o tornillo, por apretado que estuviera. Creo que nació con un
desarmador en la mano. Pero igual que doblega grandes fierros retorcidos, es capaz de armar
delicados proyectos de modelismo; donde no caben sus manos se vale de pinzas de joyero.
En diferentes momentos hemos tenido sobre la televisión el barco pirata de Peter Pan,
minuciosamente pintado y enjarciado con toda clase de amarres para las velas, dotado con
pequeñísimos focos rojos en cada mástil. Transiluminado el casco por un foco interno. Han
sido muchos los barcos de ese y otros tipos que ha armado, pero no duran mucho en casa: es
su gusto regalarlos a todo el que los admira, de modo que mi madre siempre le insta a armar
el siguiente. Muchas horas pasé junto a él, viendo y ayudando en el modelismo. Primero de
barcos, luego se aburrió de ellos y le dio por los aviones, ahora a motor, controlados por
cables, de modo que solo podían dar vueltas y vueltas en círculo, con quien lo controlaba en
el centro, dando tantas vueltas sobre sí mismo, como el avión, aprendiendo a no marearse.
Aprendí. Y “volé” muchas veces y varios aviones, sin romper uno solo de esos modelos de
madera muy ligera, con tendencia a fracturarse por vertiginosas caídas impulsadas por el
motor, si no se controlaban bien. Me quedé con las ganas de volar uno controlado por radio:
muy caros. Unos años después se hizo radioaficionado y olvidó los aviones. Poco a poco fue
regalando como una docena que colgaban de las paredes de la casa.
-¿…Qué?…” Por estar pensando en sus aficiones no he puesto atención a lo que me dice, solo
alcanzo a entender algo así como “vámonos”. No entiendo, pero es lógico, por estar distraído
no he captado bien. Me hace seña de empezar a caminar junto a él. De niño me lleva a su
lado, pero solo me da la mano al cruzar las calles, si no, yo debo ir suelto junto a él. Veo sus
zapatos, siempre brillantes, cada uno apuntando hacia afuera, lo que motivó que le apodaran
el “10-10”, como si fueran sus piés las agujas de un reloj que dieran esa hora. Así camina él.
No le sigo, le acompaño, como se espera. Caminamos fuera de la casa por la callejuela que
conozco bien: empedrado pulido por el tiempo y por el sol, en pendiente ascendente, breve,
y luego más callejones rodeados por casas vetustas, algunas semiderruidas. Así era el rumbo
de la casa.
Pero, de repente me sorprendo: esa no es ya mi calle. Además, se prolonga más de lo que
recuerdo. Mi padre camina sereno, con su ritmo normal, pausado, casi nunca lo apresura. Él
mira hacia el frente, muy decidido y yo no sé a dónde vamos. Caminamos y empiezo a no
reconocer los alrededores. Con la mirada le pregunto a dónde vamos. No me dice, solo sonríe
levemente: nunca le ha gustado dar explicaciones. Se nota tranquilo, como convencido de lo
que hace. A veces voltea y me mira de modo intenso, como si me quisiera decir algo, pero
no lo hace. Me ha dado la mano. Ahora parece que entramos en otro rumbo: las casas y la
calle se van desdibujando y más adelante ya solo veo neblina, teñida con algunos manchones
de colores pálidos. Lo volteo a ver, inquieto. No me atrevo a preguntar a dónde vamos, pero
algo presiento. Me preocupo, pero de algún modo me siento predestinado a lo que viene.
Justo entonces me ilumina una ráfaga y me doy cuenta: hace más de cuarenta años que mi padre falleció.