Tres historias de Córdoba, tres
Marco Aurelio González Gama
A principios del siglo pasado, mi pueblo de origen fue receptor de una intensa migración proveniente de Oriente Medio, fundamentalmente de Líbano y Siria, pero por ahí también llegaron algunos judíos. Las pocas familias judías que llegaron a Córdoba provenían de Europa Oriental, de la rama ashkenazi. A propósito de ello, traigo a colación tres historias de mi pueblo que se relacionan con esa zona actualmente en conflicto. Aclaro que dos me constan porque sucedieron en verdad, la tercera no necesariamente, conozco algunos detalles, pero nada más. Va la primera: sucede que en los años 80 viajaron en un extenso periplo que las llevó de Europa oriental hasta Tierras Santas, a la menor de las hermanas de mi madre, mi querida tía María Luisa y, también, a la entrañable Luz del Carmen Domínguez de Herrera, que para quienes no la conocieron diré que en aquellos años era la más importante «banquetera» (un conocido cronista de sociales local la bautizó como «La emperatriz de los banquetes») de la región sureste del país, empezando desde luego por Veracruz y madrina de primera comunión de este redactor (ambas ya desaparecidas). Luz del Carmen y mi tía eran pequeñas empresarias, exitosas, lo que les permitió viajar por una buena parte del mundo juntas, eran amigas de la infancia. Una tarde, de aquel viaje con el que inicié el relato, paseando por la zona turística de Jerusalén, al asomarse al aparador de un típico comercio de venta de souvenirs y recuerdos, de repente escucharon una voz que les llamaba con un reconocido acento entre español y árabe: ¡Marrría Luisa, Luz del Carrrmen, que gusto de verlas, entren para darrrles un abrazo, querrridas amigas! Recuerdo que mi tía platicaba que se trataba de un árabe, sirio —del cual omito su nombre—, que vivió en Córdoba, desde los primeros años del siglo pasado, había hecho fortuna como comerciante, tenía muchas propiedades en renta y se había regresado a vivir a aquellos lares, en Córdoba dejó hijos, paisanos y demás familia, nada lo detuvo para regresar a sus tierras de origen, dicen que la cabra siempre tira al monte, vaya usted a saber. Pero volviendo a la memorable anécdota, recuerdo que mi tía decía que se había vuelto a casar, ignoro en qué circunstancias, la cosa es que se pasaron una tarde muy agradable tomando café árabe, por supuesto, y recordando al Córdoba de antaño que a los tres les tocó vivir. La segunda historia tiene que ver con una entrañable amistad que se fraguó también en mi pueblo, entre un descendiente de árabes, esta vez libaneses, y un comerciante judío avecindado en Córdoba —estamos hablando de los años 60—, a los cuales nunca les importaron los problemas ancestrales de sus pueblos de origen. El árabe era muy rico y famoso por su afición a un deporte profesional que lo dio a conocer a nivel nacional, le decían «El magnate», el otro, me refiero a la persona de origen judío, se dedicaba al comercio en pequeño en la ciudad. Él y su familia vivieron poco tiempo en Córdoba, pero por su don de gentes de bien, dejaron una huella muy marcada entre quienes los conocieron. Era de fama pública la amistad que había entre «El magnate» y el hombre de origen judío, tanta que, se dice, cuantas veces necesitó este último de un apoyo para cimentar su pequeño negocio, el árabe, generoso, siempre estuvo ahí solidario con su amigo. En lo personal fui testigo casual de cómo una vez el árabe fungió de anfitrión del judío en razón del espectáculo deportivo que patrocinaba con mucho éxito el primero —era su pasión y uno de sus muy rentables negocios—, el trato del uno al otro y a su familia fue cariñoso y afable, era un día como de fiesta aprovechando el espectáculo deportivo que se estaba presenciando, según recuerdo. No cabe duda que nuestro país es extraordinario porque crea lazos fraternales muy fuertes independientemente de las personas, su origen, raza o religión, a no dudar. La tercera historia la tomo más como una leyenda que como algo que en realidad se dio en los hechos, pero forma parte de los decires de mi pueblo. La cosa es que había un personaje el siglo pasado muy popular entre la fanaticada portalera por su singular forma de ser. Entre paréntesis, que no es cosa menor, hablar de la fauna que pulula por los portales de mi pueblo es algo serio, es comunicativa a más no poder, las noticias corren como reguero de pólvora, es como un correo con el cual hay que chingarse, deveras. El personaje en cuestión también tenía sus raíces en el Medio Oriente, para más señas, en la región que actualmente está en conflicto con Israel. Era un habitual del café del portal, de madurez avanzada, pero bien conservado, no pasaba desapercibido por su inconfundible y atípica indumentaria, y es que no era para menos, conducía un ciclomotor más o menos de alta gama para la época: vestía chamarra de cuero al estilo de nacidos para perder, casco protector y guantes acojinados también de cuero para protegerse de una posible caída. Se dice, y subrayo se dice, que llegaba al café y pedía su respectivo americano con un vaso de agua con hielo, se sentaba a la mesa con algunos otros habitués con los que tertuliaba a horas del mediodía, se despachaba el café y sacaba de una de las bolsas de la chamarra un limón, pedía al mesero un cuchillo para cortarlo, con la azucarera endulzaba el agua con hielo y le exprimía el limón para prepararse una limonada exprés, se la bebía con toda la calma, mientras terminaba de departir con los tertulianos los temas —chismes— del día de la ciudad. Al paso de unas dos horas pasaba a retirarse no sin antes pagar su respectivo café e irse a comer los sagrados alimentos a su nada humilde hogar. Este hombre dejó un ilustre descendiente que ocupó altos cargos en la capital del estado, tanto a nivel político como universitario. Una anotación, está última historia no me consta al detalle, sí lo vi departiendo muchas veces en los portales, lo de la limonada exprés no me consta, es una más de las leyendas que corren de boca en boca en los corrillos de nuestros pueblos, sin ellas no habría cultura popular.