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Milenio Digital

Carlos Paredes
Lima, Perú /

DOMINGA.– La primera vez que vi a Mario Vargas Llosa fue en 1990. Yo era un bisoño periodista que empezaba en el oficio con solo veintiún años, él ya era uno de los monstruos del Boom Latinoamericano que había regresado a su país para ser protagonista de una loca carrera presidencial.

La política fue parte de su ADN al punto de interrumpir lo que más amaba en este mundo para aspirar a conducir un país que, en ese momento, estaba al borde del precipicio, empujado a este por la violencia terrorista de Sendero Luminoso, la descomposición social e hiperinflación que pulverizó su moneda.

Vargas Llosa trabajó tres años intensamente buscando la manera de solucionar ese caos. Los peruanos no le dimos la oportunidad de hacerlo. Perdió las elecciones, pero triunfaron sus ideas libertarias. Fue una mala noticia para el país. Una buena noticia para la literatura e intelectualidad mundial.

La última vez que lo vi fue temprano, en la mañana de un sábado de mayo del 2024. Él caminaba mirando el mar, en el apacible malecón de Barranco, el barrio donde vivía en Lima. Yo estaba en una carrera más pedestre, la que suelo hacer dos o tres veces por semana por el acantilado de Lima. Mario llevaba puesta una chamarra negra del club Universitario, uno de los más populares del futbol peruano del cual él ha sido hincha desde que era cadete del colegio militar Leoncio Prado.

Nuestro Nobel de Literatura no escuchaba bien, tuve que gritarle para saludarlo, así me lo hizo saber el muchacho venezolano que lo acompañaba. Era evidente que algunas de sus facultades físicas estaban disminuidas, pero su amabilidad, su cortesía estaban intactas. Le agradecí por la última novela que nos había regalado a sus lectores, Le dedico mi silencio, publicada apenas unos meses antes, en octubre del 2023. Él asintió con la sencillez de siempre. Le pedí inmortalizar ese encuentro casual con un selfi y accedió. El más universal de los peruanos era también el más afable.

El hacedor de su vocación
Mario Vargas Llosa odiaba encarnizadamente a los dictadores porque su padre Ernesto Vargas Maldonado fue el primer dictador que conoció y sufrió en la pubertad y adolescencia. Se hizo escritor para oponerse a los designios del padre tirano que quería moldear su futuro. El dictador que tenía en casa lo matriculó en un colegio militar a los catorce años creyendo que así iba a marchitar el germen de su vocación literaria, que él asociaba a la bohemia o a la “mariconada”, la manera muy limeña y peyorativa con la que se llama a la homosexualidad. Pero fue todo lo contrario. En el Leoncio Prado, Mario encontró la trama de su primera gran novela La ciudad y los perros, y fue ahí, en ese acuartelado claustro estudiantil, donde cobró sus primeras monedas por escribir historias eróticas para sus compañeros de pabellón.

Su padre, que tanto despreciaba el oficio de escribidor fue, sin proponérselo, el que hizo todo lo necesario para despertar, alentar y consolidar su carrera literaria que alcanzó la cumbre en 2010 con el premio Nobel de Literatura. Oponerse al autoritarismo de su padre fue el combustible que acrecentaba obstinadamente su inicial pasión por leer y escribir. Ernesto Vargas Maldonado hizo que la familia materna de Mario, la única que tenía, se mudara de Arequipa a Cochabamba. Mario ha contado a su hijo Álvaro que él creía que los Llosa Urquidi, la aristocrática familia de su madre, se marchó a Bolivia porque no estaba dispuesta a soportar el escarnio social de tener una hija madre soltera en una ciudad tan católica y pacata como era Arequipa en la primera mitad del siglo XX.

Así, su padre ausente, hizo que el pequeño Jorge Mario Pedro Vargas Llosa descubriera la magia de la literatura en los libros, sumergiéndose en la surtida biblioteca de su abuelo Pedro Llosa Bustamante. Lo ha confesado en el discurso con el que recibió el Nobel: la experiencia más extraordinaria de su vida fue aprender a leer, de la mano del hermano Justiniano, en el colegio de la Salle en Cochabamba.

Después, la razón por la que Mario buscó desesperadamente salir de Lima, marcharse del Perú, fue evadir al padre opresor que no solo le había impuesto el colegio militar, también la carrera de Derecho en San Marcos y pretendía seguir imponiéndole su capricho y voluntad. Apenas terminó la universidad, el escritor en ciernes buscó viajar a París, la meca de todo joven que soñaba ser un novelista consagrado. Logró salir con una beca para estudiar un doctorado en la Complutense de Madrid, la escala previa para llegar a París. Cuando llegó a la capital francesa, Mario ya estaba casado con su tía Julia Urquidi Illanes. Había contraído matrimonio por primera vez cuando apenas tenía diecinueve años. Su vida no fue fácil en París, tuvo que conseguirse varios oficios para sobrevivir con Julia. Fue periodista en la radio nacional francesa, oficio que le hizo conocer a muchos escritores latinoamericanos que pasaban por ahí.

Su madre Dora alguna vez le contó a Mario que su padre que vivía decepcionado de él por su terquedad literaria y desconectado del mundo cultural vio su foto en la revista Time, la revista que siempre leía. Era una mención a su hijo Mario Vargas Llosa como uno de los nuevos talentos de la literatura en español. No sabremos si sintió orgullo o una decepción final.

Pasión por las ideas
Mario Vargas Llosa se hizo un gran escritor sobre la base de su disciplina, esfuerzo e irrenunciable vocación. Alguien que experimentó una metamorfosis ideológica con determinación, pasión y franqueza intelectual. Sin complejos. Transitó desde el grupo Cahuide, una cédula comunista clandestina en la Universidad de San Marcos, en la que militó cuando apenas había adquirido la mayoría de edad, hasta convertirse en uno de los grandes exponentes y defensores del liberalismo en el mundo.

En el camino rompió con la revolución cubana y Fidel Castro después de la humillación al poeta Heberto Padilla, denunció a todas las dictaduras de Latinoamérica y el mundo, fuesen estas de derechas ––como las encabezadas por Augusto Pinochet en Chile o por Jorge Videla en Argentina–– o las del otro espectro ideológico, como las dictaduras comunistas de Nicolás Maduro en la Venezuela chavista o la de Daniel Ortega en la Nicaragua más empobrecida de este siglo. Tirios y troyanos reconocen que se podía coincidir o discrepar con las ideas políticas tan apasionadamente defendidas por él, pero todos reconocen su honestidad intelectual para defenderlas. Lo hacía sin medias tintas, con pasión, con argumentos y poniendo al medio lo que para él era lo más preciado de un ser humano: su libertad. Discrepaba con respeto.

En estos días que han seguido a su muerte, se ha recordado en México cómo Vargas Llosa, invitado por su amigo Octavio Paz en pleno apogeo del PRI (1990), se atrevió a decir y explicar por qué consideraba que el régimen priista era una dictadura perfecta. No solo porque acumuló setenta y un años en el poder sin alternancia, sino porque había logrado la fórmula perfecta para tomar por asalto las instituciones y perpetuarse en el poder con métodos sutiles, imperceptibles y permanentes.

El PRI controlaba en México absolutamente todo, desde los organismos electorales que no permitían que ganase la oposición, la prensa, y hasta a los pepenadores. Todo. Sofisticado método político que toleraba cierta oposición para simular un tipo de democracia performática. Lo sabían en México y en la región, pero Vargas Llosa fue el primero en atreverse a decirlo en un coloquio de intelectuales, que también quedaron sorprendidos por su atrevimiento.

Después aceptó un reto disruptivo del histriónico comandante Hugo Chávez, quien lo desafió a un debate en Caracas, con el auditorio en contra para Vargas Llosa. Chávez, quizá consciente de su inferioridad intelectual, finalmente reculó privándonos de un debate que hubiera quedado en los anales de esta vieja discusión de izquierdas y derechas, que para el Nobel eran, más bien, de democracias y dictaduras.

Una vida de novela
La vida de Mario Vargas Llosa puede ser el guion para una novela como las que él ha legado a la humanidad. Un apuesto arequipeño que se casó dos veces. A los diecinueve años con su tía Julia Urquidi, y, apenas ocho años después, cuando tenía veintisiete, con su prima hermana Patricia Llosa Urquidi. Sobrina de su primera mujer. En el otoño de su vida, cuando había cumplido setenta y siete años, decidió dejar a la mujer que lo había acompañado medio siglo para irse a vivir con la socialité Isabel Preysler, la exesposa de Julio Iglesias.

El peruano dejó a la “prima de la nariz respingada, que todo lo hacía, y lo hacía bien. Que hasta cuando lo reñía le hacía el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que sirves, es para escribir’”, como la describió ante el mundo entero y con la voz entrecortada en Estocolmo, el día que ella lo acompañó a recibir el Nobel de Literatura, en diciembre del 2010. Muchos años atrás por ella, por Patricia Llosa Urquidi, Mario había decidido romper una entrañable amistad con Gabriel García Márquez. Lo hizo en el baño de un teatro de la Ciudad de México, de una manera violenta, propinándole un certero puñetazo en la cara que hizo que Gabo cayera al piso desmayado. Existe una foto que inmortalizó a García Márquez con el ojo izquierdo morado, con cara de todavía no haber superado el impacto.

Según el libro Los genios, del escritor Jaime Bayly, Patricia y Mario han logrado reconciliarse más de una vez, incluso después de que él acabara con Preysler, pero Gabo y Mario jamás volvieron a amistarse a pesar de los múltiples esfuerzos de Carmen Balcells, que era agente de los dos. Gabo y Mario han muerto negándose a explicar la razón de su histórico rompimiento. Será una tarea difícil para sus biógrafos reconstruir este episodio violento que quebró para siempre la amistad de dos grandes de la literatura mundial.

Un hombre organizado
Todos los que conocieron de cerca a Mario Vargas Llosa coinciden en señalar que el Nobel de Literatura tenía un gran sentido del humor. Explotaba con una risa prolongada a las ocurrencias propias o ajenas, mostrando sus prominentes dientes. Solo se enojaba cuando le daban una aceituna con hueso. Gran contador de anécdotas, bromista, era, además, un hombre ordenado que todo lo planificaba. Hasta su muerte.

En 2020 le diagnosticaron mieloma múltiple, un cáncer incurable a la sangre. Desde entonces fue consciente de que su vida terminaría en pocos años, el tiempo promedio que los médicos les dan a pacientes de esta patología oncológica es tres años. Mario vivió cinco. Mientras vivía en Madrid recibió tratamiento especializado en el Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz. En esos años organizó también su despedida.

A los dos años de recibir ese diagnóstico lapidario terminó su relación con Isabel Preysler, sus allegados sostienen que el rompimiento no se debió a la enfermedad. La relación estaba lo suficientemente desgastada como para continuar, quizá Mario utilizó un cuento, “Los vientos”, publicado en el 2021 en la revista Letras Libres, para explicar sus razones del rompimiento, sus demonios, la situación emocional y física que lo llevaron a salir de la mansión madrileña de Isabel en Puerta de Hierro y regresar a su piso en la calle Flora, próxima a la Puerta del Sol en Madrid. Era un cuento en clave de autoficción que, fallecido Mario, podría ser interpretado como una crónica de no ficción.

Para sorpresa de propios y extraños, Vargas Llosa decidió morir en Lima, la ciudad que aprendió a odiar por causa de su padre, quien lo sacó de Piura alejándolo de su familia, la familia de su madre. La única familia que tuvo antes de casarse con Patricia. No solo eligió morirse en Lima, rodeado de la mujer de su vida, de sus tres hijos, de sus seis nietos. Su hijo Álvaro, cuando anunció su deceso a las 7:30 p.m. del domingo 13 de abril dijo que el gran escritor se había ido en paz y rodeado de los suyos.

Mario Vargas Llosa también ha dispuesto en vida lo que se hará con sus miles de libros, acumulados en por lo menos cuatro bibliotecas personales en Londres, Madrid, París y Lima. Los ha donado a una biblioteca pública que lleva su nombre en Arequipa, su ciudad natal. De hecho, ahí ya están parte de ellos, los que estaban en la biblioteca de Londres, donde tenía un departamento que vendió. También ha escrito, con toda la antelación del mundo, un testamento dejando su patrimonio a sus seres queridos, entre los que están las cuatro secretarias que trabajaron con él en las últimas décadas. Dos en Lima, Lucia y Rosario, y dos en Madrid, Fiorella y Verónica. Dispuso que su despedida no iba a ser con funerales de Estado. Que no quería una tumba en algún cementerio a las afueras de Lima. Quiso ser cremado y que sus cenizas sean esparcidas en el mar de Paracas, una bahía a 260 kilómetros al sur de Lima. En el 2023 se despidió de los lectores de su sesuda columna quincenal “Piedra de toque” del diario El País de España. También anunció que Les dedico mi silencio, publicada ese mismo año, sería su última novela. Ofreció terminar el ensayo sobre Jean-Paul Sartre, uno de los autores que lo marcó cuando joven, al punto de que sus amigos de la época lo apodaron “El sartrecillo valiente”.

Ha muerto Mario Vargas Llosa, un peruano universal, pero su inmensa obra lo sobrevivirá. Descanse en paz, querido maestro.

MCM
Foto de Milenio.