Macron y Brigitte
Por Ed. Dr.: Claudia Viveros Lorenzo
El reciente y viral episodio en el que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, recibió una cachetada de su esposa, Brigitte Macron, frente a cámaras y testigos, ha desatado una ola de análisis mediáticos. Algunos lo han interpretado como una escena anecdótica de una relación intensa. Otros, con tono frívolo, lo han reducido a una anécdota de pareja “excéntrica”. Pero no podemos ni debemos normalizar lo que a todas luces es un acto de violencia doméstica simbólica, ni cerrar los ojos ante una relación que, desde sus inicios, ha estado marcada por una dinámica de poder desequilibrada.
Brigitte Trogneux conoció a Emmanuel Macron cuando él era su alumno de apenas 15 años, y ella una mujer de 40, casada y con hijos. La historia fue vendida durante años como una narrativa de amor improbable que venció las convenciones sociales. Pero bajo esa fachada de “cuento moderno” persiste una realidad incómoda: si los roles hubieran estado invertidos, la condena social habría sido inmediata. ¿Por qué entonces cuando el adulto es una mujer se habla de “romance” y no de manipulación?
Hemos sido testigos de parejas disfuncionales como la de Woody Allen y Soon-Yi Previn. Allen inició una relación con Soon-Yi, hija adoptiva de su entonces pareja Mia Farrow, cuando ella tenía 21 y él más de 50. Aunque ambos sostienen que fue una relación “consensuada entre adultos”, el poder simbólico y afectivo que Allen tenía sobre ella desde su adolescencia plantea una zona ética gris. O la de Elvis Presley y Priscilla Beaulieu. Elvis conoció a Priscilla cuando ella tenía solo 14 años y él 24. La relación se desarrolló con control casi total por parte del cantante sobre la joven. Décadas después, Priscilla admitió sentirse más como una figura moldeada por Elvis que como una compañera con voz propia. Y ni que decir la de de Celine Dion y René Angélil. Celine tenía solo 12 años cuando conoció a René, su futuro esposo y manager, que entonces tenía 38. Aunque su relación es mostrada como un gran amor, también se puede leer como una estructura de poder en la que ella fue guiada, profesional y emocionalmente, por una figura adulta con gran influencia.
En las tres anteriores, vemos un patrón donde el varón es el mayor y la fémina, la víctima. Pero los Macron expusieron la semana pasada, que el abuso también puede venir de una mujer.
La diferencia de 25 años entre ellos no es en sí misma el problema. Las relaciones con brechas generacionales pueden funcionar si hay equidad, madurez emocional y respeto mutuo. Pero cuando uno de los dos entra a la relación siendo adolescente, en un contexto de poder —ella era su profesora—, entonces el consentimiento y la autonomía se vuelven cuestionables. No se trata de moralismo, sino de lógica psicológica.
A lo largo de su presidencia, Macron ha mantenido una imagen de fortaleza intelectual, pragmatismo y temple político. Pero en el plano personal, su relación con Brigitte revela otro rostro: uno más contenido, sumiso, incluso infantilizado. La cachetada, lejos de ser un exabrupto, evidencia lo que muchos psicólogos identifican como una dinámica de control sutil pero constante: invalidación, corrección pública, superioridad emocional. Macron no tiene una esposa, tiene una figura materna dominante que lo acompaña incluso en el ejercicio del poder.
Esto no es un juicio contra las mujeres mayores ni una defensa de estereotipos machistas. Es una crítica al doble rasero con el que se analizan las relaciones donde la mujer mayor es vista como “transgresora encantadora”, aun cuando las señales de abuso emocional están presentes. Nadie celebra cuando un político abofetea a su pareja en público. ¿Por qué entonces aquí algunos lo ven como “anécdota simpática”?
En tiempos donde se lucha por relaciones igualitarias, afectivas y respetuosas, normalizar vínculos fundados en el desequilibrio de edad, poder o experiencia, es un error que nos cuesta caro como sociedad. Las parejas con grandes diferencias generacionales pueden sobrevivir, sí, pero no cuando una parte se forma afectivamente bajo la tutela de la otra. Esa no es una historia de amor: es una dependencia que, tarde o temprano, cobra su factura.
Y cuando esa factura se paga frente a las cámaras, el mensaje es claro: la violencia no tiene género, pero sí tiene contextos que debemos cuestionar con seriedad, sin importar cuán famosa, elegante o políticamente correcta sea la pareja en cuestión.
Cuando una mujer joven denuncia control o maltrato por parte de una pareja mayor y poderosa, se la suele acusar de oportunista, exagerada o ingrata. El juicio mediático se centra más en su comportamiento que en el del victimario. Mientras tanto, cuando la relación sobrevive al escándalo —como con Macron—, se convierte en un símbolo de resistencia, ignorando las señales de abuso.
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