Marco Aurelio González Gama
Ya les he platicado en otras ocasiones de mi papá. Fue un dirigente de trabajadores legendario en Córdoba. A pulso se fraguó el mote de «Don», que no es otra cosa más que el haberse ganado el respeto de la gente en general, y de algunos sectores importantes de la sociedad de mi pueblo. Vivió casi 90 años, de los cuales, más de la mitad los dedicó al servicio público de los trabajadores que representaba. Fue un hombre extraordinariamente inteligente, sagaz en muchos sentidos, vivió al filo de la navaja en ocasiones, ludópata consumado —era bueno hasta para los volados, y para casi todos los juegos de azar en los que estuviera de por medio un «dinerito»—, el póker era su juego preferido, con inglesa y española, pero no le hacía el feo a la ruleta. Tenía una letra envidiable —su firma era de campeonato—, una ortografía precisa y una sintaxis igual —nunca supe hasta qué año de la escuela estudió—, pero era muy solvente culturalmente hablando, además, tenía, cuando quería, un sentido del humor chispeante. Una de sus fraseologías más comunes e inolvidables era, en las épocas de invierno en que el frío verdaderamente calaba hasta los huesos en Córdoba, «la cáscara guarda el palo», en alusión a que era un trance difícil despojarse del pijama para meterse a bañar en las mañanas. Lo que son las cosas, leía a Rafael Pérez Gay citar a John Locke, en su «Ensayo del entendimiento humano», en donde dice que «la definición ética y legal de una persona se basa en la persistencia de la identidad a lo largo del tiempo»,0 sin exagerar, mi padre así vivió la vida desde su bisoñez hasta que murió. Genio y figura diría la conseja popular. Un recuerdo inmarcesible que tengo de él es que cuando se trataba de comida no se andaba por las ramas. Los domingos familiares cuando el que esto escribe era un infante, solíamos comer en una casa de amplios jardines que la familia tenía en Fortín de las flores, nos juntábamos 40 o más, entre abuelos, hijos, nietos y amigos, al anochecer, para cerrar con broche de oro la jornada dominical, solíamos ir en bola a comer antojitos a una garnachería que estaba al lado de la parroquia de Fortín, y mi padre, a discreción siempre ordenaba para empezar 80 garnachas, y mi madre siempre candorosa y prudente como era, exclamaba: «¡80 garnachas, ay Aurelio, no exageres!», y mi padre le replicaba, «¡Mujer, tu déjame que yo ordene, 80 apenas nos van a alcanzar!», y efectivamente, la cifra era insuficiente para alimentar al regimiento que era mi familia, al final, después del tremendo banquete que nos despachábamos, mi papá muy orondo y satisfecho le decía a mi mamá: «¡Ya ves, mujer, 80 garnachas apenas alcanzaron de entrada!». Las cifras finales de lo que se consumía eran estratosféricas, superaban, con mucho, cualquier cálculo racional de consumo de comida. Así era mi padre, pero como todo hombre con virtudes y defectos, tenía un lado oscuro que este servidor en particular no le soportaba, cuando traía un problema atravesado por x o y era majadero y grosero como pocos, cosa encabronantemente cagante —perdonen ustedes la finura de mi español castizo—, pero esa es otra historia que en otra ocasión tocaré con un poco de más detalle. Finalmente diré que la sola historia de vida de Aurelio González Enríquez, da para escribir un buen libro de vivencias, algunas de ellas increíbles. ¡Créanlo!