Bien mencionó Etgar Keret en su cuento Gran Bebé, que los infantes carecen de toda moral. No es que sean inmorales, sino más bien son amorales. Con el tiempo van descubriendo lo que es bueno y lo que es malo, y es así como se van decantando entre las filas de los ciudadanos honrados y las largas filas de los inmorales. Pero no es de moralidad de lo que les quiero hablar, tema para el cual no tengo la estatura suficiente, sino más bien de la facilidad con que los infantes pueden destruir el mundo en su búsqueda constante de la felicidad.
Nuestra generación –ubicadas entre los coquetos cuarenta años y los que ya están empezando a pensar seriamente en poner sus cositas en orden- es parte de los que adquirimos la tecnología. No nacimos con ella, no somos nativos tecnológicos. De pequeños, nuestras sanas diversiones todavía estaban en los parques y jardines, jugando al trompo y al balero, las muñecas de trapo o de lo que hubiera, las mesitas de té, y las canicas. Todas ellas, actividades lúdicas prediseñadas desde los tiempos precolombinos para que los indígenas aborígenes tuvieran la motricidad suficiente para separarle la cáscara al cacao.
En cambio, la generación de menores de veinte años, la forman los nativos tecnológicos, los que nacieron, como diría mi abuelo, con el chip integrado. El divorcio o aversión que tenemos los mayores con la tecnología no es algo que debería espantarnos, así como tampoco debería sorprendernos el que un niño de tres años ya sepa utilizar una Tablet y le descargue juegos. Cada que escucho que las señoras se admiran y se espantan de que su bebé ya utiliza mejor que ella su teléfono celular, más que compartir su admiración las y los compadezco, porque una cosa es que un abuelo de casi ochenta no quiera ni saber lo que es un número frecuente y otra muy distinta el que un señor o una señora de treinta sepa jugar a las maquinitas del Caliente y no sepa el funcionamiento de su teléfono.
Y es que la tecnología de ahora es intuitiva. Nosotros nos preocupamos cuando tenemos una nueva aplicación tecnológica en nuestras manos porque tememos descomponerla y ahí es donde entra parte de la amoralidad de los niños. A ellos eso no les importa, si le pican a un botón y los lleva a un callejón sin salida no tienen más que darle deshacer y asunto arreglado. En cambio a nosotros eso nos estresa, nos “anervia” y por eso preferimos guardar la distancia.
Habiendo dicho todo lo anterior, aterrizo. El Paquito es un ser amoral. Ha descargado juegos a mansalva en la Tablet y ningún número le es suficiente. Uno tras otro los instala sin preocuparse. Todos exclusivamente gratuitos pues jamás, ni por error, he metido los datos de mi tarjeta de crédito en ese aparato, pues los datos se quedan guardados y ahí sí me arruina. Sin embargo, a esos aparatos le entran virus, se descomponen, se les llena la memoria y se alentan. La solución de Paquito es muy sencilla y me la dijo hoy: “la Tablet ya no sirve, cómprame otra”. ¡Sí chucha!
Nuestros niños, esas criaturitas del señor que vinieron a ser nuestro agridulce día, son en esencia amorales. Nosotros, la vida, la sociedad y la realidad, somos los que los hacemos morales o inmorales. Por lo tanto, no hay por qué sorprenderse, para ellos es natural la tecnología, los jodidos somos nosotros.
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