No había escuchado el término de La segunda Muerte. Se lo escuché ayer, por primera vez, al Teacher Joaquín López Dóriga, en el radio, que es donde se despeluca y se transforma… como los Gremlins cuando los mojaban o les daban de comer después de media noche, López Dóriga en el radio es una persona periodísticamente distinta. Pero para no meternos en honduras, no pretendo hacer una descripción sucinta de cómo se deschonga y me centraré en su término La Segunda Muerte. Ésta es aquella que han sufrido cientos de mexicanos últimamente (no confundirla, por favor, con la muerte chiquita, que es de otra sustancia) y se refiere a cuando alguien es, por lo regular, asesinado y las autoridades y la sociedad misma comienzan a cuchichear “si así lo mataron, ¿en qué andaría?”, “por algo debieron matarlo”, “eso no fue de gratis”, “algo habrá hecho”, o cualquier asegún similar destinado al descrédito con el que las autoridades “inocentemente” se lavan las manos.

Con esa Segunda Muerte el difunto cae en la muerte social, en el descrédito y su memoria queda manchada, anexando su nombre a las listas de los apestados y los sospechosos de haber tenido una vida por lo menos disipada y por lo más, malandrina. Y es que el indiciado, con la Segunda Muerte, ya no se puede defender ni salvar su nombre. Es lo que pasó con la tía de la niña Karime de Coatzacoalcos, o con el diputado federal por Jalisco recién asesinado. Ninguno de los dos podrá defenderse ya, a saber si realmente la debían.

En fin, que no es mi intención hablar de muertes específicas, sino de esa ausencia que imposibilita la defensa, del descrédito en que caen las personas que, en ocasiones, pueden incluso sufrir una tortuosa muerte y encima pasar a la historia como una persona de dudosa categoría… una Segunda Muerte. Dicen que uno muere realmente cuando la última persona que nos recuerda también muere y por lo tanto nuestro nombre es olvidado. Millones y millones de mexicanos han tenido ya esa muerte definitiva, a diferencia de los grandes próceres o de aquellos que han tocado la vida de otros. Finalmente todos moriremos, de eso no hay duda, pero hablar de una primera, segunda, tercera, cuarta o una muerte definitiva, siempre da lugar a nuevas reflexiones.

Todos los que escribimos (bueno, tal vez no todos… ¡esa maldita costumbre de generalizar!) esperamos ser recordados más allá de nuestra vida terrenal. Muchos quisiéramos escribir un libro cuando menos para dejar grabado nuestro nombre en papel que trascienda. Pero la vida no siempre ofrece las oportunidades. Este fin de semana que estuve en el Distrito Federal (ya los debo tener mareados con esa visita) me puse a pensar en las miríadas de personas que viven en otros lugares… y yo ni en cuenta. Para mí no existen. Y no por insensible, sino porque no sé de ellos, la ignorancia es otra muerte. En estos mismos momentos alguien está muriendo. Tenga por seguro que en estos precisos momentos en que está leyendo estas líneas, estadísticamente, alguien está encerrado por secuestro, a alguien lo están extorsionando, a alguna señora le están robando el bolso, a algún joven le están birlando el celular, alguien está siendo infiel en un motel, alguien está recibiendo una mala noticia en el médico, un bebé está naciendo. Son tantas las historias y para mí, y seguro para usted, no importan, no existen. Por eso es bueno de vez en cuando detenernos y pensar en nuestras vidas y en nuestras muertes. Ojalá cuando muramos tengamos una muerte feliz y que no tengamos una Segunda Muerte. Esa, de preferencia, me la brinco.

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