Grandes bosques para grandes ciudades. Ese es el lema de batalla del Inecol ahora que está en plena lucha por sumar cerca de quince hectáreas a las treinta que ya tiene y que resguarda como el Bosque de Niebla. Yo no lo conocía, había ido al Jardín Botánico en varias ocasiones, desde mis tiempos de cacería de jóvenes venaditas hasta ahora ya en plan familiar. Los bellos prados y sus jardines incitan a ponerse romántico y es, sin lugar a dudas, un lugar que no puede dejar de visitar. Pues el Bosque de Niebla del Inecol está ahí juntito… y yo ni en cuenta.

Este domingo con mayor asombro de mí mismo que otra cosa, me desperté a cierta hora en la que Dios no permite que nadie se levante ni siquiera a hacer sus abluciones matinales. Creo que ni los viejitos que cada día duermen menos se levantan tan temprano –me estoy haciendo viejito-. Entre semana como quiera hay que levantarse a deshoras… ¿pero en domiiiiiiingo? Le decía que me levanté muy temprano porque mi amigo Víctor Alvarado amenazó con llevarme de una forma u otra a la carrera del Inecol. Para convencerme utilizó todo tipo de argucias, desde inscribirme sin mi consentimiento hasta chantajearme con deslizar ciertas historias de universidad con las que podría generarme un angustiante divorcio. Con ese vasto poder de convencimiento que tienen los embrionarios pasados oscuros, obviamente, me dejé convencer.

Llegué puntualito a la cita pues para mí la puntualidad es primordial. A las siete con quince ya estaba estacionando mi vehículo mientras le hacía molinillo a mis piernitas que se me ponían azules del frío (qué méndiga manera de jorobar programando las carreras a las ocho de la mañana). Le hablé por teléfono para comprobar que llegaría pues sin chistarlo me hubiera regresado a dormir. ¿Ya vienes? Sí, ya voy llegando. ¿Y no se te ponchó una llanta o amaneciste malo de la panza? No, ya voy, espérame ahí a la entrada, en la parada del camión.

Lo esperé más minutos de los debidos en la parada del camión, congelándome y sintiéndome mujer de la vida galante en zapatillas. Ahí me tiene, bien querido lector lectora, retorciéndome con unas ganas enormes de hacer pipí por el frío y frotándome las manitas como cantante de villancicos. Por fin, después de interminables minutos, llegó y nos dispusimos a ajuarearnos. De la manera más viril posible él me colocó mi número con unos seguritos dorados y yo le puse el suyo no sin antes pincharle la panza dos o tres veces ¡perdón manito, es que tengo las manos congeladas!

Luego, ya bien propios y metiendo la panza, nos fuimos raudos a la línea de salida, bien cachetones pensando que nos iban a esperar hasta que a los señoritos se les ocurriera. No fue así, cuando llegamos ya había salido todo el contingente y ni siquiera los gorditos se veían a la distancia. Comenzamos a correr y, aunque no lo crea, llegué a la meta. Con la lengua de fuera y mentándosela a mi amigo que me inscribió, pero llegué. Aunque reconozco que no todo fue sufrir, pues quedé enamorado del lugar. Fue una carrera por senderos tan verdes y tan profundos como los ojos de Charlize Theron. Corrí (o más bien arrastré los pies) entre eternos árboles, y a esa hora del día los rayos del sol caían pausadamente mientras los pájaros cantaban y el aire era más liviano, etéreo y singular. Es ese Bosque de Niebla un verdadero pulmón de la ciudad. Ojalá lo hubiera descubierto antes porque lo habría gozado aún más. Ahora que lo conozco espero ir más seguido. Si puede ir, vaya… no se arrepentirá.

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