En nuestro sistema político el reparto del poder parece estar perfectamente controlado, como pareciera suceder en un tablero de ajedrez; las fichas no se mueven solas, siempre hay alguien que lo hace y aunque quien lo ejecuta pudiera ser sólo un enviado de quien lo decide.

Así sucedió en nuestro país por décadas; un inmenso tablero en el que todos perfectamente alineados se mantenían quietos y esperando línea; en silencio se especulaba y se movían los supuestos respecto a la “jugada” que estaba por realizarse. Uno sólo pensaba, los demás obedecían. El “tapado” aguardaba el tiempo y no se movía sino hasta que salía en la foto.

Eso permitió a un solo partido político mantener el control absoluto en absoluta paz. Pocas cosas cambiaban y se cuidaban esas formas no escritas para mantener la disciplina institucional, en la que todos esperaban su “turno”, aunque éste se tardara o nunca llegara.

Con fallas y grandes desaciertos, el gobernante en turno ejercía el poder sin que hubiera quien le dijera sus errores; con un equipo de buenos colaboradores que a todo estaban de acuerdo y todo celebraban con grandes elogios, el titular del ejecutivo fácilmente se extraviaba; los aplausos permanentes hacían difícil o imposible distinguir entre lo falso y lo auténtico.

Pero había un orden en todo ese desorden. El que estaba al frente era el jefe y se le respetaba.

Vinieron nuevos tiempos en la política nacional y por primera vez vimos un color distinto en la silla presidencial; vinieron muchos cambios inesperados ante la desaparición del “jefe supremo”, lo que motivó que muchos gobernadores se proclamaran herederos de esa parte del poder que no habían tenido y rápidamente comenzaran a ejercerlo. Vinieron excesos, grandes excesos que trastocaron la frágil estabilidad social, política y económica de un país que en el interior todavía usa pañales y que externamente se disfraza de demócrata.

Pronto se notó el cambio en la presidencia de la república, con un simpático grandulón manipulado al caprichoso antojo de su pareja y posteriormente esposa, quien se convirtió en el verdadero poder tras el poder y finalmente con total descaro frente al poder; eso se manifestó en una clara tendencia de sucesión para el siguiente sexenio. Y por poco nos la pega.

El mal ejemplo es contagioso y la pérdida del viejo control también derivó en la tentación de muchos cercanos al poder, a acariciar la idea de acceder a la titularidad del poder y probar así lo absoluto del poder.

Dicen que un poco de poder corrompe un poco, pero el poder absoluto, corrompe absolutamente y eso sucedió con muchos actores que llegaron al poder sin estar preparados para ejercerlo.

La reciente tragedia de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, Gro., que fueron desaparecidos por la policía de Iguala y presuntamente asesinados, entre tantas cosas, se dice que la instrucción provino de la esposa del presidente municipal de Iguala, María de los Angeles Pineda, presidenta del DIF municipal, que presentaba su informe de labores y temía que su fiesta fuera empañada por algún tipo de reclamo a través de una manifestación. Sus abiertas aspiraciones a ser la candidata a la presidencia para el siguiente proceso le hicieron cometer un abuso de poder al ordenar que los detuvieran a como diera lugar.

La historia ha marcado a nuestra sociedad como víctima de la barbarie gubernamental, encerrando a la gente en la total ausencia de ley, de respeto a los derechos humanos y de toda ética moral o espiritual, por la carencia del mínimo respeto a la vida. Balas oficiales atravesaron el corazón de inocentes; balas de ambición de poder mancharon de sangre inocente el suelo patrio.

Siempre supe que “masiosare” era un extraño enemigo de México; ahora lo veo más peligroso que el ébola y la influenza AH1N1 juntas; porque el “masiosare” lo tienen muy cerca algunos que ejercen alguna forma de poder y las ambiciones de sus cercanos pudieran llevarlos a buscar el poder a costa de lo que sea. La sola idea es ya criminal. Porka miseria.