No transita el gobierno federal por sus mejores momentos, los estelares los vivió apenas concluidas y publicadas las reformas legislativas que anunciaban al “Nuevo México”, diseñado para introducirnos, ahora sí, a la modernidad, a la convivencia de igual a igual con las grandes potencias económicas del orbe. Los viajes del presidente Peña Nieto a Europa, a los Estados Unidos y a algunos países del continente señalaban el rumbo, era la antorcha del progreso, la lámpara de Diógenes al fin había iluminado el camino a seguir.

Pero los acontecimientos de Tamaulipas, Michoacán, y ahora Guerrero, vuelven a recordarnos que no existe un México único, sino varios, o por lo menos dos: el de la macro economía pujante, el del hombre más rico del mundo y el de los pobres en extremo; el de quienes viajan por el mundo preparándose en centros de educación superior de “elevada” alcurnia académica y el de quienes apenas pueden ingresar a instituciones educativas que el gobierno sostiene muy a su pesar y de mala gana, como la normal rural de Ayotzinapa, entre otras.

Pero el nuestro es un México que presume de un Estado de Derecho en plenitud, cuyas instituciones son de tal fortaleza que han resistido los desaciertos y omisiones de su clase política. Nuestras instituciones las ha venido creando la población mexicana con mucho sacrificio, esfuerzo y dinero, pero México sería diferente si las burocracias, administrativa y política, la operaran con eficacia y probidad. Sin embargo, desafortunadamente no ha sido así, pues con una regularidad que debiera preocuparnos emergen a la superficie las evidencias de nuestro fracaso: corrupción e impunidad, rezagos sociales ancestrales, pobreza extrema, simulación de gobernantes, elementos de un caldo de cultivo en el que se incuban las deficiencias del Estado.

A pesar de su plasticidad, las circunstancias sociales tienden a ceder al cúmulo de presiones, entonces sobrevienen problemas como el de Iguala, un fenómeno social que ha despertado de su marasmo a la ciudadanía, contrastándolo con el mundo irreal que le pintan la televisión y los discursos gobiernistas, cuidadosamente diseñados para ocultar una realidad que por ineptitud, comodidad, conveniencia o desidia los gobernantes no son capaces de enfrentar.

Lo acontecido en Guerrero es repetición editada de otros sucesos no menos desgraciados, lo mismo en Aguas Blancas que en Chiapas, en San Fernando que en Michoacán que en Iguala y Cocula. De todo esto, el denominador común radica en la sistemática negación por la autoridad de una realidad plena de pobreza y marginación, de inseguridad y de violencia. Ya cuando no es posible silenciarla, entonces se reparten las culpas.

La acumulación de todo cuanto ha venido ocurriendo ha generado una bomba de tiempo que en cualquier momento puede estallar, o quizás ya estalló y no nos hemos percatado. ¿En qué preciso momento podemos ubicar la decisión de las colonias americanas para separarse de la “perversa” Albión? ¿Cuál es el suceso que determinó el inicio de la Revolución Francesa? ¿Es el grito de Dolores el auténtico parteaguas de la independencia de México? ¿Es el llamado de Madero a levantarse en armas el que generó la Revolución Mexicana? Los movimientos sociales de regeneración y cambio no surgen de improviso, pues sus causas se van acumulando e insensiblemente el número de inconformes con el statu quo se va haciendo paulatinamente más numeroso.

De lo acontecido en Guerrero, el reparto de culpas lo advertimos cuando el gobierno federal quiso atribuir al gobierno del estado todo el peso de la culpa y, a la inversa, los empeños del gobernador por zafarse de su responsabilidad inculpando a la federación por no ponerle atención a sus problemas. Lo mismo ocurrió a nivel de los partidos políticos: el PRD, partido en el gobierno en Guerrero, se quejó del abandono del gobierno federal; el PRI defendiendo a este y el PAN robaleando en aguas revueltas.

Pero la ciudadanía mexicana ya no está adormilada, al menos no al grado de pasarle desapercibida la culpabilidad de los tres órdenes de gobierno. Tampoco es inadvertida la componenda política del PRD con el gobierno de Guerrero y el de Iguala para mantenerse en el poder en vistas de la sucesión de gobierno. Está claro que si la desgracia de Iguala no hubiera ocurrido, el alcalde ahora prófugo seguiría siendo un factor importante de poder para el PRD, a pesar de su trasfondo criminal, ¿o acaso lo ignoraban la cúpula perredista y el gobierno estatal?

Como se trataba de repartir culpas, el PRI no dejó incólume a quien pudiera convertirse en rival competitivo en las elecciones del año venidero; en esa lógica involucraron a López Obrador, quien se mantenía al margen de cuanto se refería al huidizo alcalde de Iguala. Una fotografía de López Obrador con los prófugos de Iguala bastó para meterlo al estercolero, una imagen, de esas de las que debe haber por decenas de Peña Nieto con los indiciados, fue suficiente. Calumnia que algo queda. Pero, en primera instancia ¿quién llevó a José Luis Abarca al gobierno de Iguala? Obviamente el gobernador, evidentemente, el PRD de Los Chuchos, a quienes la mea culpa no basta para limpiarse la cara.

Esto lo descubre la nación tras un suceso trágico ¿Cuánto igual no ocurre en otras latitudes del territorio nacional? Para no ir más lejos, aquí en la aldea veracruzana se viven momentos más que difíciles: por un lado un gobierno que no ha logrado estabilizar sus finanzas, lo que se ha reflejado en cuatro años de penuria en obra pública, y en un combate al delito con poca eficacia. Si los operadores de este gobierno no han aplicado la lectura correcta de cuanto ocurre en el seno de la sociedad veracruzana, entonces se están equivocando, pero se antoja difícil el que ignoren la existencia de un grado extremo de hartazgo social, y que en línea recta son reos de un negativo legado de seis años, y más, sin crecimiento, por lo que la inconformidad es creciente, acumulable en los diferentes sectores de la población veracruzana. Que la opinión pública no es favorable a cuanto se dice en el discurso oficial no es fácil ignorarlo. Tal es nuestra realidad en la aldea; son condiciones objetivas incuestionables a las que debieran poner atención.

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