Este martes cuatro de noviembre se cumplieron seis años de la muerte de Juan Camilo Mouriño. Fue en una tarde-noche oscura. La televisión daba una noticia que estremeció y llenó de tristeza a muchos mexicanos. El alfil de Felipe Calderón había perecido en un accidente de avión, estrellándose, ni más ni menos, que en una de las principales zonas del Distrito Federal (Periférico y Reforma).

De haber estado todavía trabajando en el DF me hubiera tocado ver desde el piso 29 de la Torre del Caballito, los destellos del incendio pues mi oficina tenía vista precisamente a ese lugar. Aquella noche el ambiente político se ensombreció y el espíritu de Felipe Calderón se fue a la ruina. Fue un duro golpe al Estado y a partir de ese momento, como por arte de magia, la guerra contra el narcotráfico arreció. Después de eso se sucedieron varios Secretarios de Gobernación y casi tres años después otro Secretario de Gobierno también sucumbió en otro accidente aeronáutico, Francisco Blake Mora.

El primer Secretario de Gobierno de Felipe Calderón fue Francisco Javier Ramírez Acuña; lo sustituiría Juan Camilo Mouriño Terrazo; Miguel Gómez Mont asumió el cargo tras la muerte de Mouriño pero optó por renunciar y cortar por lo sano después de año y medio; tras la renuncia de Mont el ungido fue Francisco Blake Mora; y tras su muerte llegó el quinto y último Secretario, Alejandro Poiré Romero. No recuerdo otro sexenio con tantos cambios en la Segob, pero no fue la muerte de Blake sino la de Camilo la que marcó un nuevo rumbo en la política interna del país. Tal vez a partir de ese momento es que la mala suerte se nos pegó a los mexicanos al costado como un perro negro y flaco.

Pero lo que más recuerdo de aquellos aciagos momentos es aquella sensación persistente que se me adhirió al cuerpo junto con el ulular de las sirenas y las relumbrantes llamas del incendio, y que era la seguridad de que “la verdad”, la verdadera verdad, la puritita, simple y llana verdad… jamás llegaría. Los restos del avión se los llevaron a hacerle la autopsia avionil, se recuperaron grabaciones, testimonios, audios, y todo se concentró en un enorme hangar a la espera de que las telarañas y el polvo enterraran aquél oprobio.

¿Que por qué recuerdo eso ahora? Porque hay casos en México que tienden a estar predestinados a ese final, a perderse en el olvido y a ser recordados solo por sus dolientes; pero también hay casos que están destinados a quedar flotando entre el fango de una historia mal contada pero que serán recordados por todos, como clavos ardientes en las manos para recordarnos que la verdad, la verdad verdadera, la puritira, simple y llana verdad, la asimos y nos quema.

Me preguntaban qué pensaba acerca de los chicos desaparecidos, y con tristeza advierto que la búsqueda que realizan las autoridades no es de personas vivas sino de personas muertas. Sí, hay grupos policiacos y militares que incluso van casa por casa, pueblos y ciudades, buscando algo mal puesto, algún movimiento incierto entre las sombras que los lleven a 43 normalistas con vida… pero también (y esa es más notoria) hay una búsqueda en fosas, en reconocimiento de cuerpos, en ríos, pantanos, basureros y terrenos abiertos. Cada día que pasa lo que crece es la desolación y la sensación de que esos chicos se los llevaron vivos, pero que muy probablemente no regresarán igual.

Por el momento lo importante ya no es si cayó Abarca pues asegura no saber dónde están los normalistas, cosa por demás creíble pues aunque él haya girado instrucciones no necesariamente fue el autor material. Lo realmente importante en este momento es saber “la verdad”, toda la verdad, la puritita verdad, la simple y llana verdad.

Sin embargo, cada día que pasa, esa sensación que tuve cuando el caso de Juan Camilo se me pega como lapa más al tuétano y me hace pensar que Ayotzinapa es, y será, uno más de los casos sin resolver para la sociedad.

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P.D. Es viernes, pero cuídese mucho y pórtese serio.