Durante mucho tiempo la existencia de monopolios producía un desequilibrio económico y social tal, que el gobierno buscaba activamente la manera de crear medidas e instancias jurídicas dedicadas a combatirlos y evitarlos.
El monopolio típico se presenta cuando una sola organización, de la industria que sea, asume el control total sobre un producto, recurso o servicio. Es decir, el consumidor se ve obligado a comprarle a una empresa que controla el cuándo, cómo, donde se vende y a qué precio.
Contrario a la definición clásica, el monopolista no necesita ser una única empresa (como Pemex, CFE o en su momento Telmex), sino que puede estar constituido de diversas formas. Una de ellas es el trust, que se presenta cuando un grupo de empresas son controladas por otra del mismo sector, el ejemplo más claro de esta forma de monopolio sería el control que ejerce Bimbo sobre el sector de alimentos a través de diferentes marcas comerciales (Wonder, Ricolino, Marinela y un largo etc.).
Una variación del modelo monopólico es el llamado cártel, donde varias empresas colaboran en un pacto que puede ser tan formal como se requiera. Bajo este modelo, el cártel controla cada parte de la cadena de suministro de un bien o servicio, llevando cada paso del proceso a su máximo posible beneficio. No es coincidencia que el término sea utilizado para referirse al crimen organizado.
Otra estructura monopólica ampliamente utilizada es la fusión, es decir, la unión de dos o más empresas competidoras con el fin de ganar participación y control sobre el mercado. Las fusiones son el campo más vigilado por las comisiones nacionales de competencia y las leyes antimonopólicas, pero son apenas la punta del iceberg en el combate antimonopolio.
Sin embargo, los avances tecnológicos han provocado el nacimiento de un nuevo tipo de práctica monopólica aún más peligrosa que las anteriormente mencionadas: El monopolio del intermediario.
Este se genera cuando el pragmatismo económico o las peculiaridades tecnológicas de algún sector obligan a las empresas (del tamaño que sean) a trabajar con un proveedor en particular, uno que además posee el poder de cerrar por completo el flujo de la compañía.
Para que quede un poco más claro, el ejemplo ideal en México es el sector de las comunicaciones, donde hace unas décadas existía PIPSA, la única empresa facilitada para producir y distribuir el papel para todos los periódicos. O más tarde con la telefonía, donde cada nuevo jugador está obligado a utilizar la red de Telmex ante la imposibilidad de cablear el país antes de iniciar operaciones.
Este fenómeno se repite con la televisión de cable, donde un canal no puede cablear cada ciudad para transmitir su señal. En México ya sufrimos el peligro del monopolio del intermediario en el pasado, cuando el surtido de PIPSA sólo llegaba casualmente a los periódicos que no se pasaban de la raya en sus críticas al gobierno.
Por eso, cuando se trata de medios de comunicación, intermediarios naturales del flujo de información, el control monopólico influye directamente sobre la decisión de qué vemos, que no vemos y por ende, de qué hablamos en el día a día.
Si con mercancías o bienes físicos el poder del intermediario es brutal, pensemos por un momento en el mundo de las ideas, basta tan solo con mencionar el ejemplo de las redes sociales o los motores de búsqueda de internet.
¿Qué sucedería si uno de ellos decidiera arbitrariamente o influido por intereses de terceros, desaparecer tal o cual contenido, usuario o proveedor?
No se trata de una teoría de conspiración para alimentar la paranoia del nuevo siglo, sino de tomar consciencia de todo lo que está en juego y depende del criterio corporativo de unas cuantas empresas.
Vivimos en una economía globalizada donde la creación de valor deriva de las conexiones basadas en ideas, pero cuando los gigantes corporativos controlan el flujo de esas ideas, vale la pena cuestionarse si vamos en un camino de progreso o de retroceso.
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