Con los años he ido aprendiendo a tener paciencia. No sólo siguiendo los consejos de Kalimán (“Serenidad y paciencia mi querido Solín, mucha paciencia”), los de mi padre (“¿Qué prefieres, tener razón o ser feliz?”) o hasta los de Joaquín Bartrina (“Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”). Hoy, precisamente hoy en el día de la Eliminación de la violencia contra la Mujer… hoy, precisamente hoy es que mi hija pone a prueba mis dotes monásticos.

Desde que dijo “préstame las llaves de tu coche” sospeché que este día no iba a terminar bien. Hace poco y después de empeñar un dije en forma de payasito de 14 kilates y haberme metido en más tandas que la Gaviota, pude juntar para el enganche de su primer carrito. Con todo y moño se lo planté en la puerta de la casa y le di las llaves con el desasosiego que guarda un padre cuando le da un obsequio caro a un hijo sabiendo que lo va a despedazar ni bien se haya uno volteado. “Te prometo que lo voy a cuidar mucho papi”, me dijo, y yo dentro de mí le contesté “sí, chucha”.

Creo que puedo obviarme los detalles pues ya sabrá para dónde encamino mis pacientes pasos. Desde que la vi volver, dando un pasito para adelante y retrocediendo dos, mi sobresalto fue mayúsculo. Inmediatamente hice lo que todo padre mexicano haría en esos casos… corrí desesperado a ver el carro, el cual, efectivamente, ya traía un tremendo chipotón.

A mi mente vino la imagen de Don Fernando Soler, levantándose de la mesa de su casa de clase media, golpeando fuertemente la silla con el periódico que previamente había arrollado y estrujado entre sus venosas manos, y subiendo las escaleras con todo el peso de sus años. La familia compuesta por la esposa dispuesta a perdonarle todo a él y sobre todo a sus hijos, y los hijos que sabían que no debían importunar más al padre, se quedaron quietos, sin atreverse a mover un dedo, mientras los pasos de Don Fernando hacían eco escaleras arriba. Ese era el respeto que le tenían antes los menores a los mayores.

Yo todavía atestigüé los últimos jirones de esa bella época y les hablo de usted a mis abuelos y mis tíos. Aquellos viejos tiempos en que un cinturonazo bien puesto aplacaba calenturas y no era motivo de alarma alguna; cuando los niños no teníamos teléfono y los más pudientes traían unos vomitables relojes de Mickey Mouse que para lo único que servían era para que se les movieran las manitas porque a nadie le importaba la hora; jamás se me hubiera ocurrido en mi juventud llegar así como se le ocurrió llegar a mi hija, sabiendo que de una severa mirada no iba a pasar, antes bien, si yo hubiera chocado el auto de mi padre ya podría ir poniendo mis asuntos en regla o mínimo me le hubiera escondido unas cuantas horas rogando a Dios que no se diera cuenta y que así se lo llevara al trabajo para que algún loco sinvergüenza lo chocara y se escapara al amparo del anonimato.

El recuento de los daños de mi juventud incluye un parabrisas estrellado por “una violenta turba de peregrinos guadalupanos”, una calavera rota por “alcance”, un retrovisor hecho papilla por un “desgraciado repartidor de refrescos”, y múltiples rayones que se debieron a la “divina providencia”. Eso sí, aclaro que de allí no pasó, jamás llegué a algo más serio porque aún entre mis locuras sabía que mis posesiones materiales no eran mías.

También eso recordé al momento de ver mi carro todo charrasqueado, pero como dicen que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. ¿Cómo enojarme con mi hija cuando yo también alguna vez rayé otros carros? ¿Cómo enojarme con mis hijos cuando yo también cometí los mismos errores? Es mejor no analizar, y tener mucha serenidad y paciencia.

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