Jesús J. Castañeda Nevárez.- jjcastaneda55@nullgmail.com
Cada que sucede alguna reacción social que rebasa los límites de lo “normal”, surgen comentarios descalificatorios que señalan que “esa no es la forma” y que se debieron buscar otros mecanismos. Eso sucedió el 1º. de enero de 1994, cuando surgió el movimiento zapatista en el Estado de Chiapas, que generó una serie de comentarios que se acompañaban con la “sorpresa” por la inesperada reacción de los chiapanecos.
Una región de indígenas chamulas, tzeltal, tojolabal, chol y lacandones que se rebelaron contra el estado mexicano que no sólo los tenía históricamente abandonados, sino que ahora el entonces Presidente Carlos Salinas, endiosado con su proyecto de nación; impulsando el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y liderando un acuerdo de libre comercio con los países de Centroamérica, le había pegado un tiro de muerte al campo mexicano para beneficiarse a través de su hermano con la Conasupo y los acuerdos con Maseca que finalmente derivaron en el desinterés de sembrar por parte de los campesinos, llevándo a los indígenas campesinos de todo el país a situaciones de extrema pobreza, agigantando la desigualdad entre los distintos sectores sociales.
Al surgir el levantamiento zapatista, la primera reacción oficial fue el envío de tropas federales que se enfrentaron a los indígenas en una lucha desigual de rifles contra palos, obligando a los zapatistas a retirarse a sus bases en la selva.
La clase política descalificó el levantamiento indígena y llegó a criticar fuertemente el movimiento, señalando de supuestos “intereses” para enrarecer el clima político y opacar la fiesta salinista por su logro del TLC.
La opinión pública presionó al gobierno federal e hizo que enviara mediadores para negociar una salida pacífica al conflicto a cambio de algunas concesiones que involucraron la defensa de los derechos más básicos de los indígenas. Se hizo una tregua que duró muchos años y aunque el problema no se resolvió, la situación de Chiapas sí tuvo un cambio importante; no así el gobierno federal que entró en una de sus etapas más críticas por el asesinato de distinguidos personajes de su propio partido político, como Colosio y posteriormente de Ruiz Massieu, que pusieron de manifiesto la corrupción de la justicia mexicana y el involucramiento de grupos delictivos dentro de la estructura política.
Han pasado ya muchos años; estamos a casi 25 años de aquella revuelta social, pero atrapados en una nueva, que sacude a una sociedad moderna y mucho mejor enterada e informada, que por supuesto ejerce una presión mucho mayor.
43 estudiantes normalistas levantados por la policía y desaparecidos, que han movilizado a los familiares y a los demás estudiantes de Ayotzinapa a un reclamo justo por que aparezcan vivos. La sociedad guerrerense se ha sumado, así como las comunidades estudiantiles de todo el país y con ellas han involucrado a todo México. De inmediato las reacciones internacionales comenzaron a surgir y las manifestaciones se han dado en lugares impensables.
Los grupos sociales han tomado las calles y a ellos se les han sumado grupos que buscan ensuciar un justo reclamo de justicia con actos vandálicos que se han ganado el repudio de todos.
La fuerza pública en una natural reacción ha cometido grandes abusos y el sistema de procuración de justicia se ha alejado de su tarea apostándole a estrategias absurdas como el ejercer la violencia física, verbal y psicológica en contra de los detenidos; la reclusión en penales en lugares muy distantes con una afectación adicional a las familias y a sus defensores.
La Presidencia hace una propuesta para resolver el problema. Un decálogo que no aterriza en las causas y sólo sobre vuela los efectos; o sea, no alivia ni la presión social por la falta de confianza.
Los Legisladores sacan la varita mágica que resuelve todo el problema y proponen la prohibición de toda manifestación con una Reforma Constitucional que “reglamente” la movilidad, en una clara intención de “suprimir” los reclamos callejeros, como si eso devolviera al presidente la tranquilidad que ha perdido en los últimos meses.
Con el Reglamento que se pretende, la gente no podrá salir a las calles a manifestarse en el reclamo de justicia por los 43 normalistas y eso será como echar la basura debajo de la cama por un tiempo solamente, porque un problema no resuelto se convertirá en una bomba de tiempo. Mejor es que se acuerden de los zapatistas y busquen mediadores para negociar la ruta de justicia social que hoy más que nunca es urgente. Ese es mi pienso.