¿Cómo se los digo? Tengo flojera decembrina y estoy por tomar la decisión de autoexiliarme en mis aposentos hasta que pase la navidad, o mejor aún, hasta que se hayan ido los Reyes Magos que son los únicos que pasan por mi casa. A mí Santa Claus jamás me visitó, por eso siempre le hice el feo cuando pasaba por la Alameda Central y me invitaba a tomarme fotos con él… “primero pasa a mi casa con tu cauda de regalos y después platicamos”, le contestaba sopeando mi esquite.
Ese gordo con cara de beodo ni por error se apersonó en mi casa, antes bien, llegaba a las de mis amigos con dinero que salían los días veinticinco a presumir sus juguetes. Es muy difícil entender a cierta edad que ese tipejo en botarga sea selectivo, y los papás, que ya más o menos saben cómo se menea el barquito no pueden hacer gran cosa para convencer a los niños de que la discriminación no es asunto personal. El cuento de que las cartitas se extraviaron funciona una o dos navidades, pero cuando nos damos cuenta que al vecino mamajón de aliento frigorífico todos sus caprichos le son cumplidos, es que empezamos a darnos cuenta que Santa de santo no tiene nada y de que hay gato encerrado.
Los Reyes Magos no son tan canijos, esos sí son otra onda, cumplidores y bien comprensivos con la pípol, son los que más regalos traen y los de mayor recibimiento entre la sociedad azteca. Y todo eso sin toda la publicidad que tiene Santa, con sus renos y sus batallones de enanitos. Los Reyes Magos hacen todo solitos, y eso que el del caballo tiene que andar esperando al del elefante y al del camello, animales conocidos por todos como lentos y pesados. Esa es magia y no fregaderas. Yo siempre le dije a mi padre (a quien Felipe Hákim acusa de haberme hecho la infancia una aventura) que se dejara de cuentos y comprara una casa con chimenea, pero no, él siempre la prefirió con una cochera enorme en donde el caballo, invariablemente dejaba sus excrementos (¿de dónde los habrá sacado?).
Pero nada de eso tiene que ver con mi flojera, soy perfectamente capaz de aceptar una batalla mítica entre Santa Claus y los Reyes Magos, lo que me tiene al punto de la postración es la época en sí, con sus adornos y los villancicos. Si por mí fuera las únicas luces que adornarían mi casa serían las del módem del internet, y pretendo jamás copiar las fachadas de las casas vecinas ridículamente iluminadas, que llaman más a la superchería que a la sana convivencia. Me alquilo, por si lo requiere, para Grinch, reventador de reuniones familiares, estatuilla de duende gruñón, escribano y betunero. Nunca podré olvidar aquella ocasión en que me vistieron de Juan Diego (creo que desde aquellas fechas odio todo el mes), no tuvieron compasión. Hicieron conmigo lo que quisieron y estoy proclive a darle toda la razón a Hákim, pues hasta me tomaron como niño cantor e hicieron que me aprendiera la del Burrito Sabanero. Cada que la fiesta decaía la miríada de tíos y tías exigían mi presencia y querían que cantara. Y ahí me tenía usted, bien querido lector lectora, aguantando los besos de las bigotonas porque todo me salía bien bonito. Yo lo hacía de corazón, pensando que algún día me iría a la Juilliard, pero en realidad se reían porque, idiotamente, ni me sabía bien la canción y me la pasaba cantando la del Burrito Tabanero con su tuki tuki.
Y sí, también sé que esta vez esta columna no tuvo ni pies ni cabeza, pero la verdad ¿qué esperaba con esta universal flojera decembrina? Por hoy hasta aquí porque se me mete la tonadita del burrito y me abismo.
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