Veo el rostro de la muerte en personas cercanas, estimadas, en un momento especial, el más reflexivo del año; ayer estaban vivas, hoy ya no; me inunda un caudal de pensamientos. Las comparaciones son ineludibles, los recuerdos se agolpan y muestran nuestros límites, lo finito de nuestra existencia. Siempre me ha costado dar un pésame, el sentimiento no se explica, no encuentra traducción fácil en palabras; es más, creo que los deudos no quieren escuchar mucho, se conforman con presencias y, acaso, abrazos. Es horrible cuando los cercanos se cuestionan sobre responsabilidades, cuando se emplazan a decidir sobre la mayor o menor cercanía.

Los difuntos merecen respeto, ser despedidos con dignidad; son el centro de un momento fúnebre, silencioso y de acompañamiento sincero. Su destino es la imaginación de buenos deseos, el cielo, las alturas y los terrenos de la divinidad. No debe haber arrepentimientos, no tienen sentido los supuestos y los » hubiera «. Es en vida cuando se debe querer, apoyar y acompaña, sobre todo a los padres, quienes deben ser vistos como nuestro origen, como personas con ciertos rasgos de debilidad, por lo tanto necesitados de mayor ayuda y calor familiar.

La línea que separa la vida y la muerte es apenas perceptible en general, más para aquellos que no observan cotidianamente a los enfermos; pero también para los que se encuentran con los desagradables efectos de los accidentes, de los imprevistos que son tan comunes en fechas como estas cuando de la felicidad total se puede pasar, en un abrir y cerrar de ojos, al dolor de las tragedia. De ahí la sabiduría del sentido común que nos indica lo valioso que es demostrar los afectos día a día, alejarse de los conflictos superfluos, rodearse de valores y vivir el momento, en el entendido de que el pasado se quedó atrás y el futuro es un enigma.

Esa es una de las dimensiones que tiene la barbarie cometida contra los muchachos de Ayotzinapa, la de su vida y el dolor inmenso de sus padres; bastaría ponerse en su lugar para entender el sufrimiento y la rabia por la que pasan; uno se debe preguntar que haría si se le presentará una situación similar. En ese contexto es que se observan elites insensibles y mediocres, empezando por el propio Peña Nieto, que creen que todo es cooptación y olvido, que todo se reduce a dinero y a intereses particulares. No creo que se pueda olvidar, ni de chiste, un golpe de esta naturaleza; la memoria de los desaparecidos y asesinados nos acompañará para siempre, ni siquiera se matizará con la refundación de México en un país más justo y sano.

Lamentablemente tenemos que hablar de que viene un año con tendencias difíciles, críticas en todos los sentidos; habría una gran esperanza en que las elecciones resultaran en una sacudida sísmica pero todo indica que no será así, que el ánimo social, impugnador, no apunta a esos fines, que la gente va a esperar el relevo presidencial para pasar la cuenta al sistema, a todos los que visualiza como causantes de tantos problemas colectivos. En un ambiente abstencionista ganan los peores, los que hacen del sufragio una inversión y cuentan con clientelas famélicas o de ínfima ciudadanía. Ni siquiera los independientes tendrán mayores oportunidades, arrastrados hacia abajo por el pesimismo y la feria de publicidad partidista.

Esas son las tendencias, lo más seguro, si partimos de la experiencia, pero puede voltearse el pronóstico de actualizarse algunos factores que rondan en el ambiente: el impulso de los estudiantes, la lucidez de nuestros intelectuales, el empuje de los líderes cívicos, el entorno internacional, la continuación de escándalos en la decrépita clase política, el papel presidencial, etc.

No puedo dejar pasar esta oportunidad para desear a mis leales y críticos lectores un año nuevo en todos los sentidos, un 2015 de salud, armonía y bienestar: quieranse y quieran, eso es vida.

Recadito: El 20 de enero rindo mi segundo informe de labores como representante popular.

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