“Ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto”.
Constantino Cavafis
Hasta hace algunos años me gustaba mucho viajar. Yo era de los que buscaba siempre el asiento del autobús del lado de la ventanilla. Soltaba el vaho de mi boca para limpiar el cristal y así poder contemplar el camino, porque una de las cosas más hermosas de viajar está en saber disfrutar el recorrido.
Todavía recuerdo los autobuses de segunda clase que me llevaban al puerto de Veracruz y que se iban deteniendo en Plan del Río, Rinconada y Paso de Ovejas. Ya no hay, pero las hubo, plantaciones de papaya. Había muchos árboles de papaya al pie del camino. El fruto de esos árboles colgaba como los pechos de Artemisa, abundantes y turgentes; apetitosos por maduros. Luego los árboles de mango, frondosos, con su fruto joven, verde esperando sazonar.
En ese entonces, cada que el autobús hacía una escala, las mujeres subían con sus cazuelas de peltre llenas de garnachas, enchiladas y huevos hervidos. Ahora en los viajes no me da hambre, pero en aquel entonces no perdonaba unas tres garnachas con huevo hervido y un agua de tamarindo o de horchata.
Pero los viajes ya no son así. Ahora se acomoda uno en su asiento, y semidormidos esperamos que el viaje transcurra sin contratiempos; esperamos que el viaje dure lo menos posible; y es que ahora ya no nos interesa tanto el recorrido, sino llegar a nuestro destino. Como si el destino fuera lo único que importara.
Ojalá hiciéramos más caso a los poetas. Cavafis, el inmortal poeta griego, nos recomienda en su poema “Ítaca”, lo siguiente:
Cuando te encuentres de camino a Ítaca,/desea que sea largo el camino,/lleno de aventuras, lleno de conocimientos./(…)/Desea que sea largo el camino./Que sean muchas las mañanas estivales/en que con qué alegría, con qué gozo/arribes a puertos nunca antes vistos”.
La gracia de la vida está en su recorrido, no en el destino; en todo caso vivir sería solamente esperar a la muerte.
A estas alturas, ante la dificultad de viajar, ya sea por razones económicas o por el poco tiempo que me deja el trabajo, lo que hago en mi Ítaca, que es mi ciudad, es extrañarme un poco de ella. De tal manera que algunas tardes trazo mi itinerario y busco esos lugares conocidos, pero que en horarios inusuales me parecen completamente extraños.
Por ejemplo, dado que mi oficina está en el centro de la ciudad, de las 10 de la mañana a las 3 de la tarde, la ciudad se vuelve monótona, la ciudad es una mujer histérica, la ciudad es un caos que no soporto; la ciudad tiene ese rostro consabido que a ratos me harta, que a ratos me desespera.
Entonces, a veces, lo que hago es recorrer el centro de mi Ítaca a pie antes de las 7 de la mañana, cuando el caos todavía duerme, cuando el rostro desmañanado de mi ciudad, es como el de una niña que no sabe a dónde ir.
Entonces la tomo de la mano y camino con ella en silencio, sin importarnos el destino.
Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com