Habituados a la mala costumbre que tiene nuestra clase política de utilizar una retórica divorciada de la realidad, que privilegia el disimulo, llegamos al extremo de aceptar sin reflexión alguna lo que desde el poder se nos inculca; de esta manera asumimos conclusiones no siempre verdaderas porque parten de esas falsas premisas. Sin embargo no es fenómeno nuevo, más aun en una población cuya ciudadanía casi no participa en la decisión del camino colectivo a tomar y deja todo a sus gobernantes, a los políticos, muy a pesar de la mala fama de estos, de su descrédito, de su evidente incapacidad para sacar a México del bache en el que se encuentra, no de ahora por cierto.
Somos un pueblo muy apático respecto del quehacer público, que ha abdicado a favor de los políticos el diseño de su destino colectivo, la causa de este desacierto es atribuible a la educación, a excrecencias históricas tras los siglos que perduró la Colonia en que se mantuvo al aborigen apartado de la cosa pública, esa es la raíz del desánimo colectivo, que tras muchos años de mestizaje ha formado una gruesa coraza de conformismo. En ese patrimonio histórico crecieron la corrupción y la impunidad, abonados por la insaciable sed de poder y dinero de la Iglesia y del Estado. Este conjunto de elementos ha provocado el arribo al sector público de individuos impulsados por un irrefrenable apetito de riqueza, de dinero mal habido, que tal es el adquirido gracias a los abusos con el presupuesto y al empleo de los mecanismos del poder para obtener canonjías de clase o de grupo.
Mucho de ese caldo de cultivo es debido a una sociedad que está alejada de los libros, de la información auténtica de cuanto ocurre, sujeta por lo mismo a cuanto iletrado con título se asoma al ámbito del poder. Lo diagnostica muy bien el laureado Sergio Pitol cuando escribe que el libro “es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos…del oprobio de la pequeñez (…), el libro es un camino de salvación. Una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda”, subraya Pitol.
Es sorda porque solo escucha el ruido de la demagogia, de la falsa imagen de sus gobernantes; ciega porque a pesar de ver las tropelías de sus políticos tropieza reiteradamente con la misma piedra al grado de repetir su voto a favor de quienes la agravian; muda, porque está incapacitada para levantar la voz y liberarse de la mediocridad de quienes dicen gobernar sin saber a ciencia cierta en qué consiste conducir hacia el bienestar el destino de su pueblo.
Ante la fatal oscuridad que nos atosiga, Don Benito Juárez sigue siendo un paradigma inmarcesible y fuente de inspiración que debemos seguir cultivando: “A propósito de malas costumbres había otras que solo servían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernadores, como la de tener guardias de fuerzas armadas en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador, abolí esta costumbre, usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardias de soldados y sin aparatos de ninguna especie, porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro…”, (“Apuntes para mis hijos”).
Ahora, a propósito del proceso electoral que ya está en marcha para elegir nuevos integrantes del Poder Legislativo Federal en la Cámara baja, encontramos la oportunidad de aprovechar uno de los beneficios de la democracia, que es el de orientar nuestro voto hacia los candidatos que consideramos los mejores, o los menos malos, según se vea. Nadie nos obliga, como sucedía antaño, a votar por consigna, somos libres para depositar nuestro voto según nos convenga. En el presente y aun en el pasado hemos tenido oportunidad de sufragar libremente, y ha resultado ganador el de la mayoría de votos; desafortunadamente en una democracia la mayoría de votos no otorga en automático capacidad para gobernar, ni genera vocación de servicio, ese es uno de los defectos que Aristóteles veía en la democracia porque no se postula a los mejores.
Tampoco el derecho a votar libremente concede la facultad de clarividencia para saber cómo nos va a ir con el votado, cuál será su conducta una vez en el poder, pero para que no ocurra aquello de los ciegos y los sordos votemos en conciencia para no quedarnos mudos cuando haya motivos para reclamar que el producto que se nos vendió como de excelencia es “hechizo”, y por lo mismo fraudulento.
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8 de febrero-2015.