Cada año cuando se acerca y cada año cuando termina el horario de verano repito sendos textos en los que me opongo a esta medida que nos afecta en una parte muy íntima de la vida: la del sueño, el descanso y el reloj biológico.

Por eso, ahora que el pasado domingo tuvimos que adelantar a forziori una hora nuestros relojes, yo vuelvo con mi queja:

Los tecnócratas de la Comisión Federal de Electricidad y los cómplices que seguramente tienen en la administración federal una vez más hicieron de las suyas, y el pasado Domingo de Resurrección -después de una campaña de sólo dos días para dar a conocer el evento- nuevamente tuvimos que adelantar una hora nuestros relojes, y perder 60 minutos diarios de sueño y descanso, todo con el fin de que nuestro horario nacional no vaya a molestar los de aerolíneas internacionales, bancos mundiales y organismos que se rigen por las condiciones climáticas del norte del mundo, donde están establecidos los países occidentales más poderosos.

Una vez más seguirán con la retahíla de que el famoso horario de verano (que empieza en primavera y termina en otoño) significa grandes ahorros para el país; ahorros que como ciudadanos comunes y corrientes nunca vemos reflejados en nuestros bolsillos o en el recibo que religiosamente nos pasa cada dos meses la Empresa de Clase Mundial. Lo será por sus tarifas.

La CFE insiste en que mandó a hacer con biólogos y otros expertos de la UNAM un estudio que demostró que el horario de verano no afecta al organismo de los seres humanos. Ofrecieron esos señores anónimos, doctas disquisiciones sobre la manera en que el cuerpo humano se adapta de inmediato al cambio de horario.

Yo lo leí concienzudamente hace algunos años, y desde entonces regaño a mi organismo porque no quiere hacer caso a tan especializadas y estudiadas opiniones. Y es que mientras ellos dicen que no, mis órganos dicen que sí, y el cerebro no alcanza a entender que se tiene que poner a dormir una hora antes, ni el estómago atiende a que va a comer a deshoras durante siete largos meses.

En fin, esta medida es una imposición de tipo fascista, autoritaria, pues los ciudadanos estamos en indefensión ante una orden dictada por el Gobierno (esperamos que al menos sea el mexicano), que vuelve a ser impuesta año con año, aunque es creciente el número de adormilados ciudadanos que se oponen.

¿Por qué no, en lugar de obligarnos a seguir una medida oficial, se nos invita a participar libre y democráticamente en un ahorro nacional de energía logrado con la colaboración de todos los mexicanos?

¿Por qué no, por ejemplo, mejor convocarnos a todos a que apaguemos nuestros focos y nuestros aparatos una hora al día, como lo hicieron los de La Hora del Planeta? Así, todos veríamos una reducción notable en lo que pagamos, y sentiríamos que estamos participando activamente, no como simples títeres, muertos de sueño y hambre.
¡No hay que ser!

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