En una época en que tener un Smartphone es casi una obligación; en que durante las pláticas de sobremesa los mayores comparten, con asombro, cómo sus nietos llevan el chip integrado; en que clonar la identidad es más sencillo que hacer papas fritas; en que Hacienda le pide a los traficantes que tengan cuenta de correo electrónico para que facturen la madera cortada ilegalmente en el Cofre de Perote; en una época como ésta, sin asideros firmes en la que la información es temporal y la existencia de los comunes solo deja rastros diáfanos en la Web, es que pareciera actualizarse el título de la novela de Cormac McCarthy: “No country for old men”.

Yo no le entiendo a estas cosas. Tengo este teléfono –lo levanta y lo escudriña como lo haría un entomólogo a un ave a la que tiene que practicar la autopsia- creo que ustedes sí le entienden porque la tecnología no les es desconocida –nos dijo a los comensales que tenía a la mano, la indescifrable mujer que llegó a la comida acompañando a Don Manuel Aguilera, ex regente del Distrito Federal.

Incliné discretamente la cabeza y le pedí al Notario Paco Saucedo que me recordara el nombre de la señora que acompañaba a Don Manuel. No, tampoco sé. Ni hablar, gracias.

Hubo una argumentación generalizada y al final convenimos en que todos los de la mesa padecemos diferentes grados de dislexia celular, aunque en el fondo creo que mentíamos todos, cada quien utiliza el teléfono para lo que necesita, nada más, y con eso tiene. Causa cierta ansiedad cuando un hijo nos comienza a hablar de apps, sistemas operativos, Android, Iphones, gama alta, gama media, y Gorila glass; pero al final quedamos conformes y nos maravillamos cuando por fin entramos al chat grupal de la familia para enviar imágenes deseando buenas noches y que Dios los bendiga a todos.

El teléfono de la incógnita mujer realmente no era el mejor, pero ¿quién lo tiene?

La mayoría de los asistentes a la primera comida-reunión formal de la Asociación de Periodistas de Veracruz, habíamos sacado nuestros celulares y los teníamos en la mesa. Las lucecillas de notificación brillaban a ras de los manteles como luciérnagas en apareamiento. ¡Demonios! ¿Verificar o no? La etiqueta se ha ido perdiendo y ahora es laxa.

Sin embargo, a quien en ningún momento vi tomar su teléfono fue al ex Regente, quien lo tuvo siempre guardado y apenas perceptible en el bolsillo del pecho de su saco gris Oxford entrevenado con hilos de seda blanca, tan imperceptibles pero presentes como su celular.

¿Quién viene a la primera reunión de la APEVER? –le había preguntado a Francisco Licona, novel Presidente de la Asociación.


¿No sabes? –preguntó, en lugar de responder, en un tono que me hizo dudar si yo debía saberlo- Manuel Aguilera fue el último Regente del Distrito Federal antes de que se estableciera la figura de Jefe de Gobierno, fue Senador, líder del PRI Nacional y conformó la terna para Gobernador de Veracruz, tuvo grandes oportunidades y realmente pudo serlo.


No, no me suena. ¿Cuándo fue eso?


Cuando fue Gobernador Agustín Acosta Lagunes.

No dije más, pero recordé las filas de libros que descansan en mi biblioteca. Son decenas y de variados autores, de reciente cuño y algunos clásicos. ¿Bastaría una vida para leer todo lo que se ha escrito? Imposible, no creo que basten diez vidas para leer siquiera lo que se publica en el mundo en un año. En el periodismo lleva la delantera quien tiene más información, pero la historia se recuerda mejor cuando se ha vivido. Jamás olvidaré el día en que asesinaron a Colosio. Había dejado a la novia en turno en una pensión para pupilas y volvía caminando por la Estación de Bomberos. La gente se arremolinaba en las puertas de los negocios y sin consumir permanecían de pie embelesados frente a los televisores. Me arrimé en un puesto de antojitos y con el olor del aceite impregnándoseme en la ropa también se me impregnó la imagen del candidato conducido ya sin vida en brazos de sus escoltas a la ambulancia, innecesaria ya, pero obligatoria. Para los nacidos de mediados de los ochentas y en los noventas Colosio no es más que una lección de historia. Manuel Aguilera, para Paco, es historia viva… para mí era un perfecto desconocido.

La acústica del Casino Español era muy mala, quedé estúpidamente colocado en el mejor lugar para perderme todo. Y aunque la mayoría solo podía escuchar a quien tenía enfrente a mí me llegaban sonidos difusos en sordina y tenía que intentar leer los labios para descubrir quién decía qué cosa. Apenas escuchaba a mi lado derecho a Don Rubén Pabello quien muy sonriente me había saludado como si fuéramos viejos amigos. Hay grandeza en este tipo de personas, pensé. Sólo lo había visto dos veces antes pero su sonrisa discreta es cálida y familiar, te hace sentir especial. Me llegaba también la voz aterciopelada de Alfredo Bielma, quien me recuerda las voces de la vieja radio cubana. Y escuchaba, aunque ya muy poco, a Felipe Hákim.

Esa turbamulta de voces se combinaba con los sonoros ecos del restaurante, el clink clink clink de los cuchillos golpeando copas para llamar a los meseros, las risas amortajadas y el vigilante ruido de las televisiones encendidas que nadie veía. A mi izquierda, Paco Saucedo, Brenda Caballero, Billie Parker y otros más seguían platicando con la enigmática. Y yo, como un islote que divide aguas internacionales.

Aturdido, me levanté y me dirigí al baño, amplio, con celosía a cuadros blancos y azules, tubería de cobre y no de los baratos coflex flexibles que se encuentran en los pasillos de Home Depot. Me enjuagué el rostro y volví, dispuesto a atender al ex Regente que se había codeado en su vida con Presidentes, Senadores, Diputados, Gobernadores y políticos de todas las alturas, y que fue Secretario de Gobierno con su tocayo, Manuel Camacho Solís en el Distrito Federal. Manuel Camacho, comenta Aguilera, está muy bien físicamente, pero tiene el problema de que no puede hablar, no tiene capacidad para articular palabras y Hákim apuntó que eso también le pasa a alguien que fue senador por Veracruz, Juan Fernando Perdomo Bueno. En mi interior pienso “si así están sus colegas”.

Pero el ex Regente se me presenta como un misterio aún más difícil de descifrar que su compañera. A su edad todavía maneja, y lo disfruta, tiene la claridad mental de los hombres destinados a dejar una huella real y no solo en la World Wide Web, y no distingo en él achaques de la edad. Su vestimenta bien podría utilizarla un joven y estaría “in”, con lentes de cristal anti-reflejante con armazón ultra delgado al estilo de Felipe Calderón, camisa azul a cuadros marcados con un discreto pespunteado blanco. La corbata, un portento de combinación con cuadros del mismo color azul de la camisa y cuadros lilas con tenues brillos. Pero lo que más combina en él es su cabello con raíces grises y puntas blancas, semejando una extensión del traje. ¡Demonios! Todo su atuendo sería la envidia de cualquier diputado Mirrey del Congreso del Estado. Aun así hay algo que no encaja.

Aquí se hacían de los mejores bailes de Xalapa –me dice Saucedo- ves a Zaida al otro lado de la mesa, era de las chicas más guapas de Xalapa.

No es difícil imaginarla bailando en el Salón del Casino, con los largos vestidos de vuelo ancho y el organdí que volvía locos a los jóvenes. Tal vez el mismo Manuel Aguilera había asistido hace muchos años, ya como todo un señor, a ver a las jovencitas bailar y con una copa de coñag y un puro, disfrutar de la hermosa vista de los bellos batallones de las jóvenes xalapeñas. Innecesario un ejercicio esforzado para evocar esas escenas de mediados de siglo pasado, porque el Casino Español con sus paredes recubiertas de madera ha intentado permanecer estático en el tiempo, pero las cortinas de piso a techo ya no son de paño grueso sino de tela delgada de la Parisina, la antigua mantelería de filigrana ahora son manteles blancos y rojos de la mayor sencillez, las mesas son de plástico como las que encuentras en Costco.

Aguilera, dándole la espalda a los ventanales con marcos de cedro, quizá de las únicas cosas originales, y las viejas protecciones de hierro forjado, sonríe y baja la mirada cada vez que algún periodista de la APEVER le hace una pregunta. Y sólo ahí es cuando descubro qué es lo que no me hacía click, su gesto no deja ver si se ríe por el aprieto en que está metido o porque ha dado con la pregunta correcta que le permitirá exponer su principal tesis. Respira profundo antes de responder y comienza su discurso, un discurso estructurado que no deja ver que la respuesta obedece a la improvisación. Le duele. Algo le duele. México le duele, la situación le duele, se le nota en sus gestos, en sus manos que luchan expresivas. Se acepta como “el pasado”, pero se niega a enfrentar a su familia, a sus nietos, sin haber dado su última batalla, se resiste pero sabe que está dando la guerra del asesor, la de aquella persona de experiencia y trayectoria, a la que los jóvenes le dicen “maestro”, pero que habla y pontifica sin que nadie en verdad en el gobierno le haga caso.

Solo en sus gestos se reconocen sus ojos achinados y las bolsas debajo de los lentes, y ligeros surcos, pequeñas arrugas, por fin se hacen consistentes. Sus manos arrugadas con las venas extruídas, sin manchas de vejez, se alborotan cuando expresa que la situación económica de México no ha cambiado nada en treinta años. Hace treinta años estuvo en el pináculo del poder, pero se quedó a la vera de la culminación y logro de sus sueños. Observo su traje y lo descubro como nuevo, sus lentes al último grito de la moda y su camisa y corbata que ya quisiera yo usarlas con tanta prestancia como él, pero entiendo que ya no tienen tampoco la misma calidad de las que usó hace treinta años cuando el casimir inglés era la regla y comprar en una tienda departamental estaba reservado para los simples. Hasta ese momento que se levanta y nos contesta, con un discurso que domina, aclarando, puntualizando, dueño de sí y sus palabras, es que entiendo por qué no lo entendía. Su vestimenta no hacía juego con lo que yo esperaba. Pensé que iba a encontrarme con una persona avejentada y anacrónica, pero ahí, con el Casino Español como testigo mudo de que las batallas de las viejas cosas se libran y se pierden todos los días, me di cuenta que tal vez este país, efectivamente, no es para viejos, aunque para ser más precisos, no es para todos los viejos.

Termina la reunión con la APEVER y se va unos minutos al hotel. Vuelve, recién bañado y con otra muda de ropa a una reunión con Economistas Veracruzanos. Traía una guayabera color crema con impresionantes adornos y realizada con una virguería que difícilmente se podría encontrar de venta en Liverpool. Pienso que la debió haber comprado hace años en Mérida ¿dónde más? Pues hasta los puños tenía bordados. Se sienta al centro de la mesa y me sonríe, con la sonrisa de los grandes hombres. Durante más de dos horas habla de la banca en México. Al final, camina lentamente sobre Xalapeños Ilustres, perdiendo su silueta entre la gente. A la distancia lo veo detenerse frente al estacionamiento del viejo Cine Radio… ¿quién sabe? Tal vez le recordó algo.