Este 23 de mayo tuvo lugar en San Salvador, la beatificación de monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez (15 de agosto de 1917, Ciudad Barrios – 24 de marzo de 1980, San Salvador), el arzobispo salvadoreño asesinado por las fuerzas de la ultraderecha mientras celebraba misa, que consideraban que su mensaje a favor de los pobres y en contra de la violencia afectaba sus intereses y favorecía a los de la guerrilla.
Se sabe que el papa Juan Pablo II bloqueó el proceso en razón de su ideología conservadora y contraria a los cambios sociales y que Benedicto XVI lo dejó de lado. La causa se abrió a la llegada del papa Francisco y muy pronto avanzó hasta concluir que la vida de monseñor Romero debía ser reconocida y planteada como ejemplo para los creyentes y para todo el mundo.
Desde hace años, en la fachada de la catedral anglicana de Canterbury, en Londres, en la galería de los 10 mártires del siglo XX, está la imagen del arzobispo Romero, que es aceptado por esta Iglesia cristiana como un hombre ejemplar digno de imitar o, de otra manera, como un santo. La Iglesia católica institucional llega tarde a este reconocimiento, ya que cientos de miles de católicos de todo el mundo, en particular de América Latina, lo habían declarado santo por aclamación popular, práctica común en la iglesia primitiva.
La beatificación, que es anterior a la canonización —la primera otorga el título de beato y la segunda de santo—, ocurre en razón de que la Congregación para las Causas de los Santos reconoce que monseñor Romero sufrió el martirio en una variante que se conoce como in odium fidei (en odio a la fe), por lo que podrá ser beatificado sin la necesidad de que se pruebe que realizó un milagro. Esta modalidad abre la posibilidad de que pronto otros mártires sean reconocidos como beatos y después santos.
La ultraderecha que lo mandó matar y que en su momento celebró el asesinato de Romero ha evolucionado, y ahora reconoce también la importancia y trascendencia de la figura del arzobispo mártir. Lo hace porque entiende que no puede ir en contra del sentir de la mayoría de la población, en este tema es una clara minoría, y también porque en los 23 años que han pasado después de la paz, que se firmó en 1992, se ha también civilizado.
El presidente de El Salvador, Sánchez Cerén, el comandante Leonel en los años de la guerrilla, piensa que “esta beatificación se convierte en un milagro para El Salvador, porque esto nos permite, a partir de su pensamiento, tratar de unir el país y enfrentar los nuevos retos que tenemos. No dudo que si monseñor estuviera vivo, así como está su obra, él estuviera al frente de esa búsqueda de unir voluntades para llevar paz a nuestras familias”. Es un hecho que la sociedad salvadoreña, a 23 años de terminada la guerra, sigue dividida.