A veces, por cuestiones que creemos importantes olvidamos lo esencial de nuestras vidas. Creemos que por su cotidianeidad no tienen relevancia o que sólo nos pasa a nosotras. Pero resulta que nuestros problemas son compartidos por prácticamente todas las familias que conocemos y las que desconocemos.
Al hablar de hostigamiento y acoso en las escuelas, pareciera que es algo ajeno a la familia, que es responsabilidad de los docentes y de las autoridades controlar, sancionar y poner orden donde haga falta. Pero olvidamos que quien hostiga, lastima y ofende es miembro de una familia y sólo refleja lo que ve, aprende e imita en el seno de su hogar.
Por eso, cuando la presidenta de la Comisión Permanente de Derechos de la Niñez, María Belén Fernández del Puerto, dice que el combate al acoso escolar ocupa un lugar central en la agenda legislativa de Veracruz, debemos pensar, actuar y coadyuvar para que este fenómeno social-escolar sea erradicado por completo.
La legisladora reflexiona en voz alta (para que nos llegue el mensaje): “No se puede dejar la responsabilidad absoluta a las escuelas, pues los estudiantes sólo están en ellas unas horas. Los padres debemos hacer nuestra parte, al igual que las autoridades”.
Como familias, ¿cuál es nuestra parte? Pregunta ociosa, si consideramos que la responsabilidad se limita a la manutención integral de nuestra prole, pero toma otro matiz cuando se extiende más allá de las meras cuestiones alimentarias, de vestido y escolares. Es decir, ¿qué valores éticos y morales enseñamos con el ejemplo a nuestra niñez y juventud?
De manera sencilla: siempre pedimos a nuestros hijos que digan la verdad, pero cuando una persona –a quien no queremos ver o hablar– nos busca, les ordenamos: “diles que no estoy”. Fomentamos la mentira es con este tipo de actos, que de una u otra forma se incrustan en la conciencia de los menores, y aprenden que mentir es mejor que ser sincero.
¿Con qué ejemplo nuestro enseñamos a nuestros descendentes la puntualidad, honestidad y respeto? Nos quejamos de la violencia, pero a veces es lo que mostramos en el núcleo familiar. Ofender a los semejantes por sus preferencias, doctrina o aspecto físico, es recurrente y común.
Desde el grito motivacional de antaño (¡vieja el último!) para correr y ganar, hasta la represión al dolor que manifieste un niño: “no sea marica, no llore”. Por supuesto que la codificación lingüística cambia según el tiempo y espacio, pero en esencia se sigue utilizando la discriminación, los golpes y una errónea forma de educar como transmisores de hábitos, costumbres, educación y cultura en el seno familiar.
Qué decir de los contenidos de los programas televisivos y películas que ven nuestros hijos, así como la facilidad que la Internet les ofrece para “informarse”.
Por fortuna aún hay padres y madres que comparten su tiempo libre con la familia, que se preocupan por educar con el ejemplo, que están pendientes de su educación y formación integral. Que apuestan por una mejor convivencia y, sobre todo, que nunca exigen lo que ellos no dan. Nos falta mucho camino, pero nunca lo recorreremos si no damos los primeros pasos.
Por hoy es todo. Le deseo un excelente inicio de semana. Nos leemos en la próxima entrega.