Mi calle tan llena de faroles esta tarde se inundó de extraños ruidos. Eran como murmullos. En la Cuenca, donde nací, junto al maravilloso Río de las Mariposas, son muy dados a decir que hay “chaneques”. Más al sur, allá donde la piedra caliza le gana el terreno el barro, en la Península, dicen que son “aluxes” (o “alushes” si no es muy docto y no habla Maya –increíble que todavía haya gente que no domine ese idioma-).
Esta tarde que estuvo tan indecisa se llenó, le decía, de sonidos guturales; como si pequeños duendes hicieran abluciones o gargaritas matinales. ¡Sabrádió!
Lo que me queda claro es que el ambiente ya huele a vacaciones y una miríada de niños que solo ellos sabrán de dónde habrán salido, inundaron mi calle tan desierta por lo regular a estas horas. Tengo la teoría de la generación espontánea o que sus fatigados padres los habían tenido en frasquitos de Gerber reposando en borlitas húmedas de algodón y que hoy, cuales frijolitos verdes, salieron a los trompicones a tirar pelotazos.
Me asomé a la ventana y lo primero que vi fue a una banda de chiquillos en bicicletas con rueditas auxiliares que rompían temerariamente el viento. Uno de ellos, el líder de esos pequeños piratitas, creo que hasta andaba en moto porque con un frasco vacío de frutsi amarrado a la rueda trasera hacía el prrrrrrrrrrroooommm característico. Paquito, el gigante del Xbox, había dejado por un rato su control y se les había unido.
Creo que la presencia de los pequeños aluxes es normal, solo que en temporada de clases su comparecencia en las calles termina antes de la oscuridad y regresan todos sudados y con los collares de tierra a bañarse al ritmo de los chancletazos. Hoy ya andan desatados, con permiso para desparramarse por cualquier rincón. Yo tengo todavía mis dudas. Según tengo entendido el Paquito termina sus clases hasta el viernes y el lunes aún tengo que ir a recoger su boleta (que es cuando discretamente me voy sumergiendo lentamente en el asiento frente a su maestra).
Bajo ese supuesto no deberían andar estas parvadas de chiquillos revoloteando alrededor, pero creo que sus maestros están una rayita por abajo de la locura y ya no les dejan tarea. Por mí, mejor, prefiero que ande en la calle en su papel de niño a tenerlo aquí encimado pidiendo Tablet, teléfono, Xbox o el Netflix. A la Karla eso de que él ande corriendo en el pavimento no le hace mucha gracia, sobre todo porque dice que sus amiguitos son unos groseros, como si no se acordara de cuando corría con su vestidito con fondo de organdí, y terminaba descalza por la ribera del río Agua Dulcita junto con varios émulos de Tom Sawyer. Si por ella fuera lo tendría aquí encerrado, dice que aquí no corre peligro y que le da tentación, “como que me anervio”, me espeta en perfecto Mazahua.
Tal vez tenga razón, pero yo soy de los que creen que un niño debe salir a vivir, a rasparse y regresar alguna que otra vez con el ojo morado pues para algo son niños, porque esos recuerdos son los que cuando se es grande permanecen.
Me pregunto si de eso alguna vez platican los políticos o si se vuelven puro armar intrigas, inquinas y enredos. Imagínese qué hazañas se hubieran podido estar contando, en su caso, los que hoy amenamente compartieron el pan y la sal en una mesa de La Pergola, puro gigante de la canción: Enrique Ampudia (“ahorita ya no tengo vida social” pero de chiquillo seguro jugó hasta el cansancio), Edmundo Martínez Zaleta (“todavía le vamos a hacer modificaciones al Reglamento”, quien de niño le encantaba jugar a los zombies), Renato Alarcón Guevara (“yo voy a donde tú me lleves”, jugador empedernido de Las Traes), Carlos Rodríguez de Velasco (por quien no pasan los años y que jugaba a los encantados), Juan Antonio Nemi Dib (“este reloj me mide los pasos, este otro mide las calorías, y esta pulserita es nomás porque hace juego”, que era bueno para el trompo y el balero).
Así que ya sabe, desatarúguese y salga a jugar un rato, total, ya no hay tarea.
Tome nota: ya huele a playa.
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