¿Y si al centro pedimos unas entradas, en lo que llega Carlos? Pues como quieras Armando, pero déjame decirte que si pides las entradas lo más probable es que ya no coma, porque no estás para saberlo y no te quiero amargar la comida, pero ya no como like a young man (“como un joven” para aquellos que estudiaron en escuela pública y tenían la malsana costumbre de irse de pinta).

A guisa de entrada dejemos la anterior chiquiconversación. La cual, aunque no lo crea, se extendió hasta después que llegó Carlos, nos trajeron las entradas, la sopita y el plato fuerte. Los comensales lanzábamos en ristre nuestros más oscuros dolores y achaques, cada uno seguido de otro aún peor, como para decir “nombre, eso no es nada, yo sí estoy grave”. Comencé esgrimiendo mi acrecentada gastritis que me tiene más moteado el estómago y los intestinos que viruela postcolombina. Enseguida Armando, mejor conocido en el mundo de la política como el Clark Kent y que venía en su fase humana presumiendo piocha y bigote al estilo de Gustavo Ávila, nos narró sus problemas de Gota y cómo se sintió morir al dar un mal paso y conjugar en tan solo unos segundos, litros de ácido úrico en el tobillo. Francisco, el Presidente de la APEVER, nos miraba y al final sacó también su cartera de calvarios y en una letanía nos dejó mirando el fondo de los platos pensando en lo jodidos qué estamos ya.

Es la edad, fue la conclusión unánime, le edad que nos cobra factura porque el cuerpo humano no viene con garantía, invariablemente después de los treinta años comenzamos a descomponernos por partes. Comemos y la digestión está en huelga y no trabaja; corremos y los músculos que estaban enroscados en sus lechos deciden que hoy no joven, que mejor se contraen; el cabello se adelgaza y la memoria se pierde. Luego de un rato llegó don Carlos Vasconcelos, enchamarrado hasta el cuello aunque de buen talante. Se había mojado un día anterior y traía una gripa espantosa. Acabamos casi llorando.

Y eso, lector lectora querida, que todavía no estamos tan viejos; yo cuando menos aún aguanto un piano, pero soy traga-años. ¡Ay pero qué joven te ves! Me dijo Carolina Viveros la semana pasada que tuvo a bien desayunar conmigo. Pero lo que ella no sabe es que antes de su arribo yo ya me había cambiado de silla porque donde estaba inicialmente tenía la ventana atrás, y sentía que pegaba duro el chiflón. Cosas de la edad. De joven quién shinitas se preocupa. Adviértoles que le insistí a doña Carolina que tenía cuarenta y que incluso tengo una hija a punto de salir del bachillerato (eso siempre se lo digo a las féminas, es lo primero que les digo y que soy casado… entendamos que las mujeres cuando nos ven indefensos se abalanzan).

Me faltan muchos, pero muchos años para tener la edad de jubilación, pero el periodismo rara vez jubila. Pero no por eso soy ajeno a las desventuras y graves situaciones por las que atraviesan nuestros viejitos. Hay que entender que entre más años, más difícil se nos hace el caminar y nos volvemos más indefensos, como niños. Apenas hoy me tocó acompañar a mis suegros a reclamar porque PEMEX no les surte una medicina y en sus ojos se miraba el desconsuelo. Querían hablar con la encargada y ésta no nos recibió. La única promesa que sacamos fue que para mañana estaría la medicina que necesita urgente por un problema de cáncer. Y eso que ellos tienen un servicio que podría considerarse bueno entre los estándares mexicanos, pero ¿los que no? ¿Qué con los que viven al día y los envían al IMSS, al ISSSTE o a morirse en sus casas? ¿Qué con los que ya solo pueden esperar recibir su pensión y se les termina enseguida? A ellos hay que ayudarlos por sobre todas las cosas, pues ellos son los que menos culpa tienen de los problemas financieros. Porque el vivir debe ser hoy y no como escuché en una tienda de conveniencia que le dijeron a la cajera “alégrate que mañana empieza la vida”. ¿Así cómo?

Tome nota: Viva hoy porque no nos hacemos más jóvenes.

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