Años, demasiados, tenía sin asistir a un partido de Los Tiburones. Dejé de ser faquir cuando después de insondables jornadas decidí que mi corazón ya no estaba para andarme emocionando para que al final de cada temporada siempre me salieran con la misma historia de decepción y abandono. No tengo el atuendo de Tiburón consistente (a saber) en pantalón de mezclilla, sandalias –opcionales si puede usted aguantarse las ganas de ir al baño-, cerveza caguamón en mano y una playera, original o copia, de los Tiburones. Yo me fui como Dios me dio a entender y me puse la única playerita roja que tengo (ese color me aprieta) y que después de tantas lavadas sin Vanish ya tiene un color tirándole a salmón noruego.

Las hordas de aficionados (la naquiza en pleno diría un exsuegro) comenzaron a hacer las filas desde los Oxxos de Xalapa para comprar el bastimento necesario para el viaje: un six de cerveza y un paquete de galletas crackets por persona, pa matar el hambre y la calor loco. Luego las filas continuaron en las casetas de Cerro Gordo y de La Antigua. Más filas en las inmediaciones del Estado Luis Pirata de la Fuente, en donde, cosa curiosa, las mujeres mejor se quedaban a hacer zumba en lo que los maridos entraban a terminar de embrutecerse. Filas y más filas, y como siempre pasa, mi boleto correspondía a la última rampa, la más lejana de la entrada, a la que llegué con la lengua de fuera y los pies dentro de las botas pulsándome como teléfono ocupado. Por fin entramos al estadio y una gordita muy atenta nos escoltó hasta nuestros tronos, los limpió y sacudió con esmero y nos dijo: aquí voy a andar manito, cualquier cosa nomág me chifla y le traigo la cerveza.

Ese encuentro futbolístico con el estadio lleno me recordó que la última vez que estuve en el Pirata no fue para ver el futbol sino para la inauguración de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, que fue una exhibición excelsa del folklor jarocho y de tecnología traída quién sabe de dónde porque por acá no se ven esas artes. Aquél evento nocturno fue memorable pese a que los discursos fueron eternos e insufribles. Aquella inauguración comenzó en su hora en punto sólo porque el evento era televisado en vivo, lo mismo que los partidos de futbol porque si no, ya conoce usted la pachorra del jarocho, aunque el partido estuviera programado para las 7:30 lo irían comenzando por ahí de las nueve que es cuando ya bajó el calor y se aplacó el mosco.

No tiene un año de aquél magno evento y ya casi a todos se nos olvidaron los Centroamericanos. Algunas instalaciones, hay que reconocerlo, ahí siguen bien paradas y dándole la oportunidad de tener lustre al deporte veracruzano. Pero otras, caray, qué tristeza. Si usted tuvo la oportunidad de ir al Velódromo se habrá dado cuenta que ese portentoso edificio difícilmente se hubiera construido de no haber sido por los Juegos, y ahora ahí está, muriéndose a cachitos y sin que lo ocupen como debe ser. Ahora se les ocurrió que podría ser convertido en un centro de convenciones, pero desde antes de su inauguración ya se le estaba echando el diente. Qué triste que lo que con tanta pompa se anunció, con tanto sigilo se mande al olvido. Y hasta ahí ese recuerdo que me atenazó los primeros cuarenta y cinco minutos del partido.

La gordita, por cierto, se esfumó y jamás volvió a ofrecernos su cerveza y nosotros no pudimos por ende entregarnos a la brindada. Volví a Xalapa muerto de cansancio, picoteado, con los pies como tamal ranchero y con los oídos zumbando por tanta mentada de madre que le prodigó el respetable público a los árbitros. Todo terminó en que en mis prisas se me olvidó pedir permiso a la señora de la casa y mi noche futbolera fue considerada como una intentona de fuga. Este fin de semana me tocó expiación (¡Qué feo se siente planchar, barrer y trapear… ya que me levanten el castigo!). Toda la culpa fue del Contador, que me invitó y me sacó subrepticiamente de mi casa. Me doy.

Tome nota: como Centro de Convenciones le faltarían decenas de cajones de estacionamiento, como Velódromo también.

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