—Mira bien, mi cabecita blanca —el Gurú se ha quedado viendo hacia el mar, como contando y escudriñando las olas, y se ha puesto filoso y filósofo después de tomar cantidades abundantes de agua de coco (es abstemio por cierto)—, mira bien: hay un término muy empleado en la jerga de la grilla, sobre el que se podría y debería hacer todo un estudio psico-lingüístico —pronuncia la palabra con toda propiedad, al grado que se escucha la “p” muda inicial y casi se puede ver el guión entre “psico” y “lingüístico”—. ¿Que cuál es? Uno que se escucha en todos los pasillos, se repite constantemente en las salas de espera y se expresa con respeto y hasta alguna veneración en el interior de los privados:
—¡Jefe!
—¿El jefe? —hago una pregunta totalmente retórica, sólo con el fin de animarlo para que profundice en su reflexión.
—Sí, —contesta en automático y enhebra el hilo de su charla, con lo que consigo mi objetivo—, el que es cabeza en cada departamento, el que es director general, el que es titular de algún organismo público o de cualquier poder, el que es secretario, el que es presidente municipal. Y ya en la cúspide del escalafón: el que es gobernador, y el jefe de todos los jefes, el preciso, el Uno y el Hombre así con mayúsculas; el propio Presidente de la República.
La brisa nocturna trae arenas y olores distintos, y el aire marino invita a dejar discurrir la mente entre las olas que vienen y van (es inevitable acudir al Cementerio marino de Valéry: La mer, la mer, tojours recomencée). Yo prefiero mantenerme a la escucha, porque he decidido ser más oreja que lengua y aprender en lugar de querer enseñar.
—“Jefe” sustituye a otros términos que podrían ser más comprometedores, como “maestro”, “padre”, “gurú” —nuestras miradas se cruzan en automático—. Porque jefe puede ser cualquiera; no se necesita tener respeto, ni conocimiento, ni título alguno. El jefe lo es, simplemente porque está en el cargo. Jefe para acá, jefe para allá, y el día que se entrega la oficina o que es aceptada la renuncia, vuelve uno a ser un mortal como todos, al que ya se puede tratar nuevamente con un simple Quihubo, cabrón, ¿cómo estás? Se acaba el respeto, empieza el tuteo; se difumina el aura que da el poder; se cierra el círculo y, como antes, uno es tocado, palmeado, abrazado con fuerza y no con miedo.
—Hace muchos años, en la época del PRI temprano, el término se empleaba con veneración, sobre todo porque provenía de la jefatura de las armas. La Revolución nos dio centenas de generales y miles de jefes que basaban su preeminencia en el rango. De los generales, cuando la Revolución se bajó del caballo, pasamos a los licenciados, que son los jefes de ahora.
—Y hay una contraparte que habría que revisar también, la de la jefa, o jefecita, poderosa e inmaculada, pero eso es cuento para otro día, porque ya hay que dormir —y se dirigió a su alcoba sin decir más.
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