Ahora en el país dos grupos reclaman para sí el calificativo de izquierda; el PRD y Morena. Los dos nacen de la matriz del “nacionalismo revolucionario” priísta y de manera particular de la traducción que de esta concepción hace el presidente Luis Echeverría (1970-1976) y de alguna manera José López Portillo (1976-1982).

Estas dos fuerzas, salvo el caso de contados integrantes, nunca se han podido despegar de su herencia priísta, en su versión, si se quiere, de izquierda. En 1987, quienes salen del PRI se ven como herederos y defensores del “nacionalismo revolucionario” en pugna con lo que llaman los “tecnócratas neoliberales”, que encabeza Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Esta última corriente, poderosa y mayoritaria, triunfa, y los derrotados abandonan las filas del partido en el que habían militado por décadas.

Después de casi 30 años, el PRD, que surge de la ruptura con el PRI, y Morena, de la ruptura con el PRD, no han podido desprenderse del “nacionalismo revolucionario”. Esta concepción programática, más que teórica, está arraigada en estas dos fuerzas políticas y se traduce en su diagnóstico de la realidad, pero sobre todo en el contenido de sus propuestas. Un ejemplo es su posición ante la reforma energética. El PRD y Morena sostuvieron posiciones semejantes a las que defendía el PRI de otro tiempo.

En este momento Andrés Manuel López Obrador, el líder indiscutible de Morena, dos veces candidato a la Presidencia de la República, es el representante más claro y combativo del “nacionalismo revolucionario”. Esta posición es muy evidente en sus textos. No así en su discurso, que se concentra en sólo tres ideas: nosotros somos los buenos, los demás son los malos y nosotros somos los únicos que podemos garantizar volver a la República ideal que hubo en el pasado. Es un mensaje para los suyos que tiene el propósito —lo logra— de convocar, dar identidad y dirección.

El PRD, una vez que se desprendió Morena, en medio de la crisis que vive, está en condiciones de dejar atrás el “nacionalismo revolucionario”, creación priísta y ahora propiedad de Morena. Está en posibilidad, por fin, de asumirse como una verdadera izquierda que implica un diagnóstico distinto del momento histórico, de la realidad y del programa de acción que se requiere para transformar el país. Está en posibilidad de ir al encuentro del futuro y dejar para siempre el pasado. Ese tiempo ya hay quien lo reivindica.

En esta definición, no hay que inventar el hilo negro, y el PRD puede y debe recurrir a las concepciones y plataformas programáticas de partidos de una real izquierda que son exitosos y han impulsado el desarrollo y el proceso de modernización de sus sociedades. Siempre hay que hacer ajustes y adecuaciones a la realidad específica, pero no hay que partir de cero.

El gran reto del próximo presidente del PRD es hacer transitar al partido del obsoleto “nacionalismo revolucionario”, su actual fuente de inspiración, a una auténtica izquierda, que se sitúe a la vanguardia de las ideas, de las propuestas y de la nueva forma de hacer la política, caracterizada por la honradez y transparencia. No es poca cosa. Ese partido, que está por hacer, sí tiene espacio en la realidad del país.