En el libro reseñado esta semana, que cuenta la historia de un adolescente testigo de Jehová que padece leucemia y necesita con urgencia una transfusión urgente a la que se niega, están presentes la tensión entre las creencias religiosas y la afirmación de la vida; entre el sentido de la ley y la aplicación de la misma; entre las decisiones de los jueces y la repercusión en la vida de las personas juzgadas.

La protagonista de la historia es Fiona Maye, al borde de los sesenta años, que tiene una carrera reconocida como jueza del Tribunal Superior especializada en derecho de familia. En su vida de pareja, casada con Jack, un académico, ha dedicado la mayor parte de su tiempo y energía a su trabajo. Los años pasaron y nunca encontraron el momento para tener hijos. Su matrimonio se desarrolla en una rutina aplastante. En ese marco su esposo le dice que quiere tener una aventura con Melanie, mujer joven, para sentir pasión y superar su aburrimiento.

Fiona, que no se esperaba algo así, se niega y Jack se tiene que ir de casa. Ella en esos días se hace cargo del caso de Adam Henry, un adolescente testigo de Jehová, que padece leucemia y necesita con urgencia una transfusión urgente. Él, en razón de su religión, se niega a la misma. El hospital establece una demanda y a Fiona toca decidir si Adam debe o no ser transfundido. Ella debe decidir entre el derecho que tiene una persona a morir por sus convicciones o el derecho del Estado a forzar una decisión, para que la persona conserve su vida.

Adam es asombrosamente maduro e inteligente. Es también sensible y encantador. Argumenta bien sus creencias religiosas y el derecho que tiene para negarse a la transfusión. Él no ha cumplido los 18 años y por lo mismo la decisión no está en su manos sino en las de Fiona. Ella lo visita en el hospital y establece pronto una relación con él. Hablan de muchos temas. Adam le lee sus poesías e interpreta el violín. Ella canta. De regreso al juzgado decide, de acuerdo con la Ley del Menor, que se haga la transfusión.

Él, en contra de lo que se pudiera esperar, está muy agradecido con Fiona. Vive, por decisión de ella. Él abandona la casa de sus padres y a la jueza le propone irse a vivir a su casa. Ella le dice que eso no es posible. Que él debe de construir su nueva vida, pero que no debe romper con sus padres. Adam la persigue y por fin se encuentra con ella. Al despedirse, se dan un beso en la boca. Ella se arrepiente y teme que eso se sepa y haga un escándalo. Jack vuelve a la casa. La aventura no funcionó. Al principio la relación entre ellos es distante, pero poco a poco se reencuentran. Adam muere, Fiona se entera tiempo después.

En la novela, McEwan muestra un enorme conocimiento del derecho inglés. A lo largo del texto, sin escatimar detalles, penetra en el mundo de la justicia inglesa y de sus leyes, de los procedimientos, de la carrera de los jueces, de su estilo de vida. Ese mundo le sirve para introducirse en el espacio y de los dilemas éticos y de las responsabilidades morales. En el texto están presentes la tensión entre las creencias religiosas y la afirmación de la vida; entre el sentido de la ley y la aplicación de la misma; entre las decisiones de los jueces y la repercusión en la vida de las personas juzgadas. McEwan en su reflexión aborda el tema, pienso es lo central, de qué sucede cuando se caen o pierden los elementos que constituyen la seguridad cotidiana de la vida y dan sentido y plenitud a la misma.

El estilo es realista, directo y austero como todas las obras de McEwan. Nunca hay digresiones o adornos literarios. La prosa es ágil y precisa. La escritura fluye con rapidez e intensidad a lo largo de todo el texto, que se lee con gusto y facilidad. En la austeridad del estilo y la economía del lenguaje hay una descripción precisa del entorno donde ocurren los hechos y una construcción detallada y creíble de los personajes.

Versión original: The Children Act, Jonathan Cape, Londres, 2014. Traducción del inglés al español de Jaime Zulaika. Primera versión en español Editorial Anagrama, 2015.