Yo no sé por qué, ignoro la motivación, si fue producto de una concienzuda reflexión en torno a los deseos familiares y el presupuesto… pero el hecho es que mis vecinos compraron hace unos meses un karaoke y las noches en mi cuadra no han vuelto a ser iguales desde entonces.
Imagine, querido lector, o más bien, recuerde, lo que es un día en la ciudad: conducir o ser transportado entre sus calles, o caminarlas, esquivar personas o vehículos, ser empujado por gente con más prisa que uno o desear eliminar a toda aquélla que tiene más paciencia y tiempo… Adentrarse en el caos citadino de nuestra Xalapa con la poco entrañable acústica de los cláxones desesperados que pretenden encontrar el complicado sortilegio que elimine el tráfico de la mañana, más las acostumbradas mentadas de madre y la música estridente de los diversos negocios con los que cualquiera se cruza en su camino diario.
Me gustaría decir que el ruido se acaba cuando llego a la oficina, pero trabajo frente a una siempre transitada avenida, así que a menudo, cuando me quito los audífonos para descansar los oídos, me veo sorprendida por el ruido de la iracunda circulación, las marchas, la lista de reproducción del negocio de enfrente o el de junto (o a veces, de los dos) y entonces, decido que prefiero quedarme sin audición que enfrentarme a semejante caos acústico.
Me gustaría decir que el ruido se aleja cuando estoy en casa, por las mañanas, y que el silencio me permite disfrutar de él, de la lectura de algún libro, de un podcast o de una amena conversación conmigo misma, pero entonces pasan los del gas, con su pegajosa canción, o los de la basura, con sus persistentes campanadas, y me quedo a mitad de las ideas.
Por eso, después de un día acústicamente agotador, suelo desear pasar una noche tranquila y silenciosa, acompañada sólo por los sonidos pausados de quienes se preparan para dormir y de quienes van llegando a sus hogares, tan cansados como yo. Pero entonces dan las 11:30 PM y los vecinos deciden entonar en su karaoke desesperados himnos de amor y despecho con tal pasión que he terminado convencida de que sus actividades corales son fruto de la catarsis y no del mero ocio. Y escuchándolos, ¡francamente no me sorprende!
Pero por favor, no piense que deseo censurar la libertad de mis vecinos. Si ellos desean desahogar sus corazones rotos o friendzoneados por medio de la música, por mí está bien, por mucho que no me agraden sus voces ni sus gustos musicales. ¿Pero en miércoles, a mitad de la semana? Ya no digo que por mí, que trabajo en la tarde, pero hay otras personas que madrugan para ir a laborar…
Sin embargo, en la mayor parte de mis cavilaciones nocturnas patrocinadas por los desafinados conciertos vecinos, no me preocupo tanto por la molestia del ruido, sino por lo que significa su continua presencia en nuestras vidas. Porque no sólo somos incapaces de movernos de un punto a otro sin vernos envueltos por él, sino que jamás pasa por nuestras mentes invitar al silencio a nuestros hogares cuando nos es posible. Lo digo por aquellos que prenden la televisión aunque no la vean para hacer la limpieza, o por quienes dedican valiosos minutos antes de emprender cualquier actividad para elegir una lista de reproducción en Spotify que combata al silencio. Como si su presencia resaltara la nuestra y no supiéramos qué hacer con nosotros mismos.
Yo no sé por qué, ignoro lo que motivó la compra del terrible karaoke de mis vecinos, pero me pregunto qué pasaría si en vez de desgarrarse las gargantas ―y los oídos de los contiguos― se sentaran una noche a reflexionar y a observarse a sí mismos, metidos en el silencio, llenos de él.

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