Los vocablos en inglés con perfecta correspondencia en el español, expresiones enteras en aquella lengua, el lenguaje inclusivo o el uso del denominado género neutro (sujetes por sujetos, todes por todos, por ejemplo) suelen provocar reacciones de indignación por aquellos que de una u otra forma se sienten representantes ya no sólo del idioma español, sino de su “mecenas”: la Real Academia Española (RAE).
Suelen asumirse y presentarse a sí mismos como “amantes de la lengua” y utilizan a ultranza los dichos de la RAE cual biblia y escudo. Quieren definir al feminismo, al machismo, al acoso y demás de acuerdo con lo que esta institución ha acordado y cualquier aporte, surgido por otro grupo, académico o corriente de pensamiento, queda inmediatamente censurado porque no corresponde con lo que las inequívocas páginas del diccionario de la RAE establecen.
El problema no radica tanto en seguir al pie de la letra lo que la RAE considera aceptable o culto, sino en asumir que la lengua proviene del diccionario y no al revés. Esgrimir como argumento los principios de la gramática para demostrar lo absurdo de utilizar una palabra u otra resultará efectivo en un examen de español, pero seguramente confuso para el hablante común que, por otro lado, no necesita la clase magistral para manejar su lengua, pues está dotado de una intuición para ésta que muchos lingüistas han estudiado sin llegar a comprender. Así, sabe que quien preside es “presidente”, que el que estudia es “estudiante” y el que ejecuta, “ejecutante”, y sin necesidad de conocer que tales palabras son participios activos derivados de los tiempos verbales. Porque la regla gramatical no forma la lengua: la transformación de la lengua permitió la creación de la regla gramatical.
Asimismo, el hablante común es capaz de aceptar el uso de la palabra “presidenta”, pero se mostrará más reticente a aceptar el de “estudianta”, posiblemente porque de buenas a primeras no sólo le suena rara, sino hasta fea. Quizás porque los hablantes también hacemos gala de una intuición estética para nuestro idioma, por lo que aquellos temerosos del lenguaje inclusivo que ven aproximarse un futuro en que la corrección política nos obligue a decir “poetas y poetos”, “policías y policíos” pueden sentirse tranquilos. Claro, considerando que el lenguaje es un ente vivo en constante transformación, tal vez esta tranquilidad sólo dure un par de centurias (o no), pero los que ahora vivimos nunca lo sabremos, de la misma forma en que quienes en su momento tomaron lacte jamás adivinaron que nosotros tomaríamos leche para el desayuno.
No trato de llamar a la anarquía, de desdeñar las clases de español y de organizar una quema de diccionarios. A decir verdad, soy una ferviente creyente de que una buena ortografía habla de una mente cultivada y de que el correcto uso de los signos de puntuación es señal de una mente estructurada y, posiblemente, receptiva. Trabajo, asimismo, moldeando el habla común para transformarla en un vehículo legible de la información y suelo divertirme con una que otra aliteración… En suma, puedo considerarme una amante de la lengua, pero una amante que deja libre la transformación natural del idioma y acepta sus cambios y las propuestas organizadas de los hablantes. Porque hasta a los diccionarios hay que tomarlos con moderación.
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