Son 12 los países de América Latina que tienen segunda vuelta electoral. En 1949, Costa Rica fue el primero que adoptó este sistema. Hay seis, entre ellos México, que todavía no la adoptan. Los que se han decidido por esta modalidad argumentan como razón fundamental garantizar que el gobernante llegue al cargo avalado por la mayoría de los electores, lo que garantiza su legitimidad y eleva el consenso ciudadano, para con el gobierno.

En los países donde no hay segunda vuelta, quien gana lo puede hacer con la minoría de los votos y no representa a la mayoría de los electores. Es lo que desde hace cuatro sexenios ocurre en México. Así, en la elección del 2006, el presidente Calderón obtuvo 35.89% de los votos y en el 2012, el presidente Peña, 38.21%. En ambas ocasiones, la mayoría, 64.11 y 61.79%, respectivamente, no votaron por ellos, pero aún así son presidentes.

La segunda vuelta resuelve que el triunfador no sólo sea quien obtenga más votos con relación a los otros, aunque sean minoría, sino que necesariamente garantiza sea elegido por la mayoría de los electores. Hay diversas modalidades, pero lo común es que en la segunda vuelta sólo participen los dos candidatos que tuvieron la mayoría de votos y gana el que obtiene la mitad más uno. Así, siempre tendrá más de 50 por ciento.

Los politólogos que están a favor de la segunda vuelta sostienen que el gobernante que surge de ese proceso tiene mayor legitimidad y también crece la gobernanza. También, que en esos países la democracia tiene una mejor valoración y apoyo de la ciudadanía que donde no existe. Esto es evidente en la última encuesta de Latinobarómetro, donde en los primeros la democracia tiene una aprobación de 42% y en los segundos, de sólo 29 por ciento.

Quienes no están de acuerdo con la segunda vuelta sostienen que la mayoría “forzada”, que es artificial, no garantiza por sí la legitimidad. La afirmación es válida, pero las encuestas contradicen esta posición. En los países donde hay segunda vuelta el promedio de la aprobación presidencial, que hace relación a la legitimidad, se ubica en 49% y 43% donde no hay. Argumentan también que la segunda vuelta no garantiza la mayoría parlamentaria y por lo mismo no abona a la gobernanza.

En la elección presidencial del 2018 todo indica que el presidente que gane sólo lo hará con 30% o menos de los votos. Así, 70% o más de los electores no van a votar por él. Será un gobernante votado por una clara minoría, que tendrá que gobernar sobre una mayoría que no votó por él. Es evidente que vamos a estar ante un problema, en parte ya lo vivimos, cuya solución requiere, como en otros 90 países del mundo, de la segunda vuelta.

El PRI se niega de manera tajante a esta discusión. Asume que la posibilidad de ganar está en el “descontón” de una primera vuelta con el 30% o menos de los sufragios, que es su voto duro, y que de ir a una segunda vuelta se reducen de manera considerable sus posibilidades de triunfo. Está en lo cierto. En ese caso el candidato no priista tendría la posibilidad de articular el voto antipriista y tendría más posibilidades de hacerse con la victoria. En independencia de esa realidad llegó la hora de tomar en serio la discusión de la segunda vuelta. Al país le conviene.