Después de hechos como los de París, donde el asesinato de los inocentes se debe al celo religioso de los asesinos, surge —se quiera o no— la pregunta de si las religiones deben existir en un mundo globalizado que quiere la paz y la prosperidad. Ante esos hechos, la primera respuesta que se antoja es que se necesita la pronta desaparición de todas las religiones.
La realidad es más compleja y las religiones no sólo no van a desaparecer, sino que incluso se van a expandir. Las estadísticas plantean que entre 1970 y 2050 el número de hindúes pase de 430 millones a 1,400 millones; el de los musulmanes de 550 millones a 2,700 millones y el de los cristianos de 1,250 millones a 2,900 millones, sin hacer mención al crecimiento de otras religiones.
Es evidente, como lo plantea Miroslav Volf, profesora de teología en la Universidad de Yale, que cualquier intento por erradicar a las religiones traería consigo “un derramamiento de sangre mayor al que las personas religiosas han perpetrado durante toda su larga historia”. Está claro que por ésa y otras muchas razones ése no puede ser el camino. La pregunta es, entonces, ¿qué se debe de hacer ante las religiones?
A pesar de hechos como los de París, la realidad cotidiana no evidencia que las religiones del mundo sean por naturaleza violentas y sí más bien lo contrario. Los estudiosos mencionan, para esto sí hay pruebas, que las religiones se vuelven violentas, no antes, en la medida del “nivel de identificación con un proyecto político y de su entrelazamiento con aquéllos que luchan por realizar y proteger ese proyecto”, asegura Volf. Son los dirigentes políticos los que utilizan a la religión para sus fines, y no al revés.
En la medida que las religiones son universalistas, sostienen el valor de la igualdad de todas las personas, sean o no creyentes. Afirman que la fe es una experiencia personal única que debe ser respetada en cada caso y que nadie la puede imponer u obligar. Asumen también la separación que debe haber entre la religión y el Estado. Las dos son espacios distintos y tienen autonomía uno del otro, aunque puede haber relación entre ambos.
Si bien es cierto que estos principios generales son compartidos por la gran mayoría de las religiones, también lo es que ciertos líderes políticos, creyentes de las mismas, no resisten la tentación de utilizar a la religión para la obtención de sus objetivos, que son ajenos a ésta. Existe también la tentación de algunos líderes religiosos que se quieren aprovechar del poder del Estado para imponer su religión a todos. La experiencia histórica en cualquier caso es desastrosa.
El camino a seguir es doble: de un lado, establecer mecanismos que garanticen siempre la separación de la religión y el Estado, al tiempo que éste asume un carácter laico, para garantizar la expresión, en igualdad de circunstancias, de todas las religiones. Y del otro, educar, tanto al Estado como las iglesias, en el respeto a la libertad, la autodeterminación y la dignidad del otro que debe ser visto como uno mismo. Evidentemente no es fácil, pero es posible. La erradicación de las religiones no es una posibilidad ahora, pero tampoco en el futuro.