Tengo un primo hermano.
Bueno, eso no es gran chiste, porque finalmente casi todos tenemos uno, de alguna manera, y no tuvimos que hacer nada que no sea tener un tío carnal y una tía política (o viceversa) que hayan estado dispuestos a procrear en su momento. Un poco de cariño y nueve meses de paciencia, y ahí está, ya tenemos un primo, como él nos tiene a nosotros.
Lo que sigue es tener asimismo una familia con toda una parentela en forma, con fiestas y aniversarios y funerales compartidos, y así se crea sin que nos demos cuenta una amistad fraternal muy intensa y fuerte.
Así que yo tengo un primo hermano y no es gran chiste. Pero mi primo y yo hemos sido muy unidos desde niños, crecimos juntos corriendo en los cuartos de la casa del abuelo, nos aburrimos con las mismas pláticas de los mayores en el hogar solariego y recibimos los mismos regaños de nuestros padres con las travesuras que hicimos.
Nuestros conocidos cuando nos ven, ya grandes y maduros, recuerdan las aventuras que vivimos juntos y celebran que hayamos seguido siendo tan unidos y que manifestemos de manera tan evidente el afecto que nos une.
Como se ve, mi primo y yo tenemos muchas cosas en común, pero nos une además que nuestras profesiones, con ser distintas, están estrechamente ligadas con la vida pública, es decir, con el ejercicio de la política (sea eso lo que signifique en México, ¡y en Veracruz!).
Y como ambos somos hombres públicos, nuestra relación de familiares se ha tornado pública también, por lo que no falta quien nos relacione a uno y otro en muchas de las acciones que hacemos, aunque no tengan nada que ver.
Mi primo y yo estamos unidos por la sangre indefectiblemente, pero también para el gran público estamos relacionados sin remedio, debido a que compartimos el mismo apellido.
Como primos, nos hemos llevado siempre bien… o no: en nuestro crecimiento también tuvimos algunos pleitos que no nos gusta recordar: cosas de chiquillos en pos del mismo juguete, o de adolescentes peleados por una misma piel que olía a jazmines y nos hacía sentir cosas que ignorábamos todavía, o de jóvenes que buscábamos abrirnos una oportunidad en la vida y nos encontramos con los caminos cruzados por intereses distintos…
…o de mayores, porque la vida no es muy seria en sus cosas y siempre nos pone trampas a la fe y al cariño.
Pero ¿les digo una cosa? Entre nosotros siempre ha triunfado la sangre.
Al fin de cuentas, después de aquellos pleitos que hemos olvidado y que en su momento fueron cruentos, hay que reconocerlo; después de ciertos alejamientos en el cariño y en la cotidianidad; después de ciertos enfriamientos en la relación familiar… siempre ha terminado triunfando el afecto, y a pesar del conflicto, y a pesar de lo que nos dijimos sin querer, y a pesar de los pesares, hemos terminado volviéndonos a encontrar, nos hemos visto, hemos recordado nuestra historia juntos, hemos hecho a un lado los rencores, y nos hemos saludado el uno al otro como siempre:
—¡Quiubo primo, ¿eh?
Como dice Serrat: “Dios y mi canto saben a quién nombro tanto”.
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