“La aspiración del poder es el elemento distintivo de la política, luego entonces la política en los grupos sociales es por necesidad una política de poder”
(Morgenthau, Hans).
Hay quienes para llegar al poder o conservarlo, hacen “circo”, “maroma” y “teatro”.
Pero el poder no es sólo eso, el poder implica una relación de conocimiento del mando y la sensibilidad para obtener obediencia. Cuando se dice que un individuo hace buen uso del poder es porque tiene la posibilidad de producir consecuencias positivas intencionales en otro u otros, pero cuando el uso es equivocado, se impone el mismo a través de ciertos medios físicos o ideales, es decir, se logra la obediencia por medio de la manipulación, la amenaza o el castigo y ahí es cuando se dice también, que el poder es monopolizador de la coacción.
En la Edad Antigua, el poder fue absoluto, sustentado generalmente en la idea de un rey deificado. En otro momento, el poder absoluto del monarca se justificó como otorgado por Dios, incluso dio entrada también a que el poder fuera compartido entre la monarquía y la religión. En las actuales democracias ya el poder no es absoluto—y tampoco eterno–, sino dividido en poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) y en ámbitos territoriales y para poder ser reconocido deber estar legitimado y, quien lo legitima es el pueblo, mismo que lo delega en sus representantes elegidos por el voto popular por un período de tiempo determinado.
Pero en la actualidad, para que el conglomerado vote por alguien, se requiere de mecanismos de acercamiento previos y de estrategias para poder impactar en los votantes. Y así como algunos realizan las más honestas acciones otros utilizan las más reprobables.
A veces, las acciones indeseables son las más efectivas para algunos aspirantes y candidatos; tales acciones llevan la única intención de ganarse a un electorado a través de prácticas destructivas o de mero ataque, entre ellas: a) tratar de nulificar al contrincante a través de la mentira para generar duda; b) utilizar el discurso antigubernamental como la posición más cómoda para agenciarse simpatías sin hacer propuestas realistas, c) usar las partes más débiles del contrincante, para que se fijen en las “virtudes” propias; d) impactar con una falsa imagen de redentor o de defensor de la democracia y de los desprotegidos, etc. Y para que todo esto fragüe, existe el marketing político.
Y el mejor ejemplo de lo que es montar un escenario y lanzar una imagen publicitaria con estrategias poco deseables premeditadas es Donald Trump, aspirante a la Presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica por el Partido Republicano.
La estrategia de Donald Trump, se podría colocar en una combinación entre decisiones de rating y rentabilidad comercial. La primera, porque elige acciones que le permiten elevar su popularidad utilizando el discurso que más impacta a un gran número de ciudadanos norteamericanos,–siendo contestatario, incitando al racismo y al elitismo con su actitud soberbia–, utilizando algunos de las prácticas destructivas que antes mencionaba; y la segunda, la que le ofrezca mayores utilidades económicas a las cadenas de medios de comunicación que más lo apoyen. Es decir, para Trump el asunto de su postulación es el gran negocio. Él ya ganó aún si perdiera la próxima elección.
Trump, hoy se da el lujo de rechazar invitaciones a debates cuando se trata de cadenas televisivas o de radiodifusión que son incompatibles a sus intereses, como es el caso de CNN y la cadena Fox News. Y lo acaba de hacer al negarse a acudir al debate que organizara Fox News, este 28 de enero, en donde estuvieron los precandidatos del Partido Republicano, arguyendo que ésta debería pagarle por asistir porque su audiencia se eleva con su presencia. “Veamos cuánto dinero gana Fox sin mí en el debate”, menciona Donald seguro de su imagen.
Y esos desplantes permiten entender que para él, un debate político es un programa más de TV como el “The Apprentice” (“El aprendiz”), programa que tuvo mucho éxito en los EEUU en la primera década de este siglo en donde fortaleció su fama, pues ponía a competir a jóvenes probando sus habilidades para los negocios y al ganador lo contrataba en los propios.
Pero nadie puede negar que Trump sea un intolerante y esa característica que pudiera verse como negativa, hoy es la que está explotando políticamente en la elección interna de los republicanos.
La intolerancia, puede ser activa o pasiva. La activa, es todo lo contrario a la madurez y a la actitud paciente. Un ser intolerante activo no permite ideas discrepantes a la propia incluyendo el no intentar comprenderlas, ni valorarlas, es decir, imponiéndose siempre. La intolerancia pasiva, permite otras formas de pensar pero no intenta entenderlas. Pero lo que es coincidente en una y otra son las reacciones de incomprensión, atacamiento o eliminación de las ideas y obstinación en hacer que todos acepten una postura propia porque es la única que se considera válida.
Una persona intolerante, posiblemente tenga éxito en otros ámbitos pero en la política –como líder–no tiene futuro, porque quien actúa de esa manera cae en dos errores graves:
• La falta de respeto, porque no concede razón nunca a otras personas en sus ideas, palabras o personalidades diferentes.
• La exclusión, porque al no aceptar a otras personas portadoras de la diferencia, provocan distanciamiento, no convencimiento y rechazo.
Definitivamente un sujeto intolerante en la política, es como un niño con pistola. No sabes en que momento dispara y menos se puede prever la intención irracional de atacar, no a quien se la deba sino al que se deje.
Pero, si bien es cierto que para Trump su bajísima tolerancia a la frustración y toda esa publicidad comercial le ha servido en la elección interna, también se le puede revertir porque es una forma de exhibirse en su verdadera personalidad frente a una alta proporción de electores norteamericanos, que le observan sus rasgos negativos y no lo aceptan porque aspiran elegir a buen gobernante y no a un dictador. En este caso, la intransigencia política, deja un mensaje precautorio: cuidarse de ese tipo de personajes, con visión extrema o sectaria, que pueden o no tener dinero, pero que su misma posición los hace débiles y no son bien percibidos por los electores para delegarles un gobierno.
Pero volviendo al tema, hoy para ciertos actores políticos la intolerancia es su arma electoral, y no deja de ser un escenario preparado por la mercadotecnia política para impresionar a otros intolerantes, que son muchos y votan. Por ejemplo en México el más claro ejemplo de la intolerancia como montaje es la actuación de Andrés López, dueño del Partido Morena que la escenifica muy bien, a quien le ha funcionado el modelo pues impacta y genera identificación en ciertos grupos poblacionales; pero su misma intolerancia, no le ha permitido ganar una elección presidencial, porque la mayoría de los votantes no quieren un líder irracional, sino un gobernante que ofrezca cambios sin poner en riesgo a su país.
Líderes rebeldes que en su momento fueron intolerantes, como Fidel Castro, Hugo Chávez y Nicolás Maduro, entre otros, que convencieron en su momento con sus habilidades histriónicas y por su buen discurso belicoso y por ello fueron deificados, cuando fueron gobierno se mostraron tal como eran, con el tiempo crearon sus regímenes impositivos, generaron leyes a la medida, provocaron el desequilibrio económico en lo interno y lo externo y finalmente fueron injustos con los ciudadanos que no pensaban como ellos.
Luego entonces, en la política del poder la intolerancia como marketing puede funcionar, pero en la acción de gobierno históricamente sólo ha llevado a dictaduras, a regímenes absolutistas o al autoritarismo.
Gracias y hasta la próxima.