Todavía México es un país en donde la mayoría de la población sigue profesando la fe católica, alrededor del 75% de los mexicanos se declaran –nos declaramos- católicos, por eso le vino (le viene) bien al país la visita que por seis días hizo el Papa Francisco, misma que empezó el pasado viernes 12 y concluyó antier, el miércoles 17. Fue la séptima visita de un Papa a México, cinco de Juan Pablo II y una de Benedicto.
Fue una visita que tuvo dos vertientes, la primera, la oficial, de Estado, habida cuenta del carácter del Papa como Jefe del Estado Vaticano con el que México mantiene relaciones diplomáticas desde 1992 y que, como se sabe, constituye la organización estatal independiente (la Ciudad del Vaticano) más pequeña del mundo, con alrededor de 44 hectáreas de superficie, con una administración pública, un gobierno soberano, un conjunto de leyes que rigen su vida interna y una población de poco más de 450 ciudadanos; y la segunda, una visita de carácter pastoral, en donde llevó la palabra de Dios a los lugares que visito en su intenso y apretado periplo por territorio mexicano.
Siempre viene bien una visita de un personaje como el que encabeza la iglesia católica en el mundo, pero todavía más cuando se trata de un Papa como Francisco, jesuita, latinoamericano, argentino, de alguna manera “un hijo de los barcos”, sus padres eran italianos, de la región del Piamonte, al norte de la península itálica, o sea, como ya lo dije en una entrega anterior, es un hombre con la sensibilidad que da el haber conocido y vivido en alguna etapa de su vida en un ambiente de pobreza, de carencias y de estrechez económica, esa lacerante realidad que viven y padecen nuestros pueblos.
Y me parece que su visita cumplió con las expectativas que se tenían de él. Dicen los que son especialistas en estos temas de la iglesia, para marcar las diferencias que hay entre los últimos tres Papas, que a “Juan Pablo II había que verlo, a Benedicto había que leerlo y a Francisco hay que escucharlo”, y coincido, es un hombre dotado de la fuerza de las palabras, de los conceptos y de las ideas y por su formación dentro de la orden de los jesuitas, bien sabemos que ellos, los jesuitas siempre tienen algo que dar y enseñar a través de la palabra, son gente inteligente, sensible y naturalmente luminosas e iluminadas.
Bien le hace a la iglesia católica que en estos tiempos tan revueltos y confusos los encabece un Papa Jesuita como Francisco. Tengo muy claras mis convicciones personales, soy un católico no practicante laico, creo que todo el mundo tiene derecho a profesar la fe y la doctrina religiosa que más satisfaga sus necesidades personales, en ese sentido la libertad de culto y la libertad de creencias es una condición necesaria para alcanzar la plena libertad de conciencia.
Tengo muy claro lo que es un estado laico y lo que ello implica, para decirlo justamente, sé que lo que es de Dios es de Dios y lo que es del César es del Cesar”, no existe confusión alguna entre una creencia personal legítima, y la diferencia entre un estado laico, el confesional, jacobino y anticlerical, por ello creo que la actuación en esta ocasión del presidente Enrique Peña Nieto fue poco menos que impecable, se apegó al protocolo diplomático y confirió al Papa el trato más adecuado en su calidad de Jefe de Estado y líder religioso, y más allá de las “estampitas” que nos regalaron la gobernadora de Sonora, Claudia Pavlovich, que no tuvo el menor empacho en besar la mano del Pontífice y de inclinarse ante él, lo mismo para el secretario del Trabajo, que le sacó una fotografía a su esposa con el Papa o de la Procuradora General de la República, Arely Gómez, que en la despedida de Francisco en Ciudad Juárez aprovechó el momento para pedirle al Papa que le bendijera una medallita que la abogada de la nación llevaba en un elegante estuche.
Soy un estudioso de las ciencias sociales y políticas, me gusta observar el fenómeno social y político, siento apego por el materialismo histórico y creo firmemente en el método científico como el medio adecuado para acercarse a la verdad relativa de las cosas, por lo tanto, me queda claro que el Papa no vino a solucionar nuestros problemas, a sanarnos de la corrupción y de la impunidad latente en nuestro país, como tampoco vino a dar consuelo a un grupo en particular víctima de la violencia –todos hemos sido víctimas de la inseguridad y de la delincuencia-, ni mucho menos, como se llegó a decir en un principio, “viene a darle respiración de boca a boca al presidente”.
El Papa vino a México porque este país, aun con su interminable cauda de problemas y conflictos, sigue manteniendo una magia, un misterio y, lo que son las paradojas, un “embrujo” muy particular que lo hace único en el mundo, ojalá los mexicanos seamos lo suficientemente capaces para recuperar nuestra grandeza y tranquilidad perdidas.