El día jueves 18 de febrero de 2016 murió Harper Lee, autora de Matar un ruiseñor, única novela publicada por esta autora (Ve y pon un centinela es una novela que publicara su apoderada legal, una novela que estuvo guardada más de 50 años y que Lee no tuvo la voluntad de publicar en todas esas décadas) y que le hiciera ganar el Premio Pulitzer. Recientemente en el taller de la Quinta de las Rosas leímos algunos fragmentos de esta novela considerada de la tradición sureña, pero escrita en la ciudad de Nueva York. No era mucho lo que podía decir de Harper Lee, en su ociosidad algunos recuperarían las anécdotas que pasó con Truman Capote, cuando lo acompañó a Kansas para que éste recopilara información sobre los asesinatos que darían pie a la novela A sangre fría, o sobre la película que protagonizara Gregory Peck en el papel del abogado Atticus Finch. Una terrible gripa nulificó toda mi intención por escribir sobre Harper Lee.
Pero el viernes 19 de febrero de 2016 murió también el italiano Umberto Eco. Ya lo habían matado las redes sociales un año atrás, esas a las que por cierto tanto criticó. “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”, dijo en algún momento, no sin tener la razón. Baste echar una mirada a los comentarios que se dan en algunos muros cuando se discuten situaciones fútiles, baste mirar como lamentan la muerte de personas insustanciales (lo de Jenny Rivera por ejemplo), baste mirar esos comentarios religiosos que la gente copia por millones, ya sea para que con un amén obtengan la bendición de un cristo sobre la cruz, de un papa protector de pederastas o de una Teresa de Calcuta alcahueta de adúlteros; baste mirar la conmiseración de millones que piensan que con un like resuelven los problemas del mundo. ¡Cuánta razón tienes Umberto Eco!
Maestro de semiótica, esa ciencia que mira a través de los signos, que los estudia y los revela, filósofo de tiempo completo, Eco también se dedicó a la literatura. En 1980 publica su primera novela El nombre de la rosa, un documento literario que de inmediato se convierte en un best seller. Eco diseña un relato de gran aliento en donde combina varios elementos que durante años había estudiado. En El nombre de la rosa convive la poesía medieval, la filosofía y la teología; conviven también Connan Doyle con su Sherlock Holmes y Jorge Luis Borges con su laberinto. El héroe se llama Guillermo de Baskerville en una referencia clara al relato de Connan Doyle El sabueso de los Baskerville, en donde Sherlock Holmes debe resolver la aparición sobrenatural de un mastín descomunal; el antihéroe es Jorge de Burgos un franciscano ciego que se refugia en la biblioteca de una abadía, una biblioteca que es un laberinto hexagonal, como “La biblioteca de Babel” de Jorge Luis Borges.
Las trompetas del apocalipsis truenan en la abadía, las plagas caen sobre los religiosos y poco a poco van muriendo los jóvenes mancebos que se han atrevido a leer un libro de comedia escrito por Aristóteles, libro que se consideraba destruido.
La novela fue llevada al cine en 1986 con la dirección de Jean-Jacques Annaud, joven director francés que había dirigido cinco años atrás La guerra del fuego, película sobre el hombre primitivo y su primer contacto con el fuego. El joven Annaud logra una magnifica versión fílmica, por supuesto si no nos ponemos exigentes, ya que si bien la película está bien ambientada y contextualizada, no logra abarcar las disertaciones filosóficas y teológicas de la novela. Un claro ejemplo de esta imposibilidad está en el pasaje en donde Adso de Melk, joven novicio que acompaña a Guillermo de Baskerville, se encuentra con una joven silvestre que está huyendo de la abadía con el corazón de un toro que ha obtenido gracias a sus favores sexuales. El encuentro en la película es sublime y oscuro, carnal y de iniciación. En la novela es uno de los pasajes más luminosos, espiritual, evocador. El hombre que es ya un anciano, un santo que recluido se ha privado de los placeres de la carne evoca con honestidad ese contacto breve con lo que él considera la razón de la vida. “Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes. (…) La máxima felicidad reside en tener lo que se tiene, porque allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está dicho?), porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta mortal, nos tocar vivir junto a los ángeles en la eternidad (…) Como la ínfima gota de agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol, que se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad”.
Sobre esta mujer que seduce al novicio hay un misterio, Jean-Jaques Annaud nos extravía en el final de la película haciéndonos creer que ella es la rosa del título, “aunque nunca supe ni averigüe su nombre” termina así la película. En la novela Umberto Eco juega con nuestra inteligencia y concluye con una frase en latín: “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”.
¿Qué significa esta frase? ¿Qué misterio encierra? Ojalá diera tiempo para explicarlo, baste decir que su significado está ligado al lenguaje, al desgaste que sufren las palabras, a la semiótica y a una rosa desnuda.
Eco murió a los 84 años. “Dentro de poco –escribe el envejecido Adso de Melk- me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad”.
Sin embargo sí creo que para Umberto Eco ese Dios será como el águila del templo de Salomón, un Dios de sabiduría.
Descanse en paz este sabio.
Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com