Por Ramón Durón Ruiz
La vida me ha llevado generosamente por los entresijos de los caminos de mi Patria, en ese ir y venir he encontrado con gente generosamente sabia, que están tocados por el ángel de la vida, muchos de ellos son una escuela andante de sabiduría. En mi reciente recorrido, acabo de disfrutar e impartir dos Conferencias en Alvarado, Veracruz; atendido por la generosidad del Profesor Rodrigo Alfredo Gómez Ramos, quien tuvo la amabilidad de presentarme al “cronista” de la ciudad, el Dr. Rafael Ángel Miravete.
Él, es Cardiólogo de profesión, pero investigador de la cultura popular alvaradeña por vocación, ha publicado una decena de libros sobre los personajes populares de Alvarado, Veracruz; en donde afirma: “Aquí tenemos una sola Fiesta del Pueblo, principia el 1° de Enero y termina el 31 de Diciembre; Alvarado, es un pueblo mágico que se regocija con la alegría de vivir, gozando de una hospitalidad sin par”
En el libro “Los alvaradeños somos así, Volumen II” dice: “Aunque en su familia casi todos los hermanos eran pendencieros, él procuró ser diferente desde pequeño. Fuera de su actividad que tanto llamó la atención en el pueblo, y que forzosamente tenía que realizar acompañado, la mayoría de las veces caminaba solo, taciturno, como alma en pena, deambulando sin rumbo fijo, con su carga de melancolía a cuesta.
Si de casualidad coincidía en alguna esquina con algunos conocidos que planeaban participar en alguna camorra, de inmediato se alejaba del sitio, evitando involucrarse en problemas que no eran suyos. Su carácter apacible le permitió vivir sin dificultades con sus semejantes la mayor parte de su vida. Desde joven, sin que nadie lo indujera, pero como obedeciendo a una misteriosa voz interior, un buen día que no quedó registrado en la memoria del pueblo, dio principio a su tarea solidaria de acompañar a los dolientes que sufrían la desgracia de perder a un ser querido.
Por su condición, nadie imaginaba la generosidad de su alma, que tenía a raudales. Y por eso compartía el dolor ajeno. Se desplazaba sin prisa, a una velocidad apropiada para realizar su loable labor, que ni siquiera las personas más solidarias del pueblo pueden igualar.
Su mirada reflejaba más tristeza contagiosa, que de generalizarse, convertiría al pueblo de su querencia en el lugar más melancólico de la Tierra. Mezclado entre la muchedumbre no se imaginan de cuantas cosas pudo enterarse: historias de traiciones, pleitos inconcebibles entre hermanos, despojos de hijos, viudas por bienes materiales.
Nunca aceptó un trozo de yuca o pieza de pan. En su hora final estuvo más solo que un perro, porque los hombres le dieron la espalda. Así terminó la vida de éste amigo del hombre, que a pesar de su encomiable labor, murió violentamente, cuando merecía otro final menos doloroso al bajar el telón de su vida. Lo más triste de éste hecho, es que al permanecer insepulto ante la indiferencia de aquellos a quienes acompañó su cuerpo sin vida, terminó miserablemente convertido en carroña”
El personaje de ésta historia era un perro “callejero por derecho propio” que presagiando la muerte de un alvaradeño, llegaba a la iglesia puntual a la cita con el destino, como pregonero de la muerte que llegaba a un hogar del que salía un cuerpo para ser bendecido en la iglesia, y de ahí acompañaba al féretro y a los deudos hasta el panteón, mostrando con sus ojos caídos y su cabeza agachada la solidaridad frente al dolor ajeno.
Finalmente el perro fue atropellado en la calle y sobre su cuerpo inerte pasaron decenas de carros hasta convertirlo en una piltrafa, que fue recogida con pala y tirada a la basura; como que tan excepcional perro merecía un final distinto… pero la vida es así. Ante tal historia, el Profesor y poeta Carlos Alonso Zamudio le compuso la siguiente décima:
“Después de morir mi can
me ha dejado gran vacío,
muchas cosas, de lo mío,
con el bajo tierra están;
amigo fiel cual refrán,
se grabó en mi como el hierro,
a su recuerdo me aferro,
y esto que a ninguno asombre:
entre más conozco al hombre…
mucho más quiero a mi perro”.