Mi madre me tuvo a los 43 años, fui el último de once hermanos, de los cuales sobrevivimos al núcleo familiar nueve, cuatro mujeres y cinco hombres, al final quedamos seis, tres hermanas y tres hermanos, los otros tres se adelantaron prematuramente.
Mi madre fue, como la gran mayoría de las madres mexicanas, una mujer ejemplar en muchos sentidos: estoica, abnegada –en el mejor sentido de la palabra-, sacrificada, entregada a sus hijos y hasta milagrosa porque ella sabía cómo multiplicar el pan, los frijoles y los huevos, y también era como una medicina que sabía calmar el dolor físico con las cosas más impensables, el dolor de estómago o el cólico lo calmaba con tan solo calentar unos periódicos con una plancha eléctrica para inmediatamente colocarlos en la región abdominal del adolorido, el calor hacía que aminorara la dolencia de manera casi instantánea, milagrosa.
Y para el dolor emocional, como del alma, también tenía un remedio, su fórmula era decir al agobiado para calmar su pena: ¡No te preocupes, ahorita te preparo un caldo de pollo con verduras y vas a ver cómo te vas a sentir mejor!, y ese caldo milagroso casi siempre funcionaba, era como una poción mágica, como una infusión que calmaba esos dolores profundos, aparte te abrazaba y lloraba contigo, y siempre había una palabra de aliento y de esperanza que hacía que las penas fueran menos.
Mi madre, como hija que fue de una familia numerosa, muy temprano en su vida tuvo que ayudar a mi abuela materna en el puesto del mercado en donde vendía granos, semillas y chiles secos entre otras mercancías, por lo que no tuvo oportunidad de ir a la escuela, solo cursó hasta el 3° de primaria, lo que fue más que suficiente para que aprendiera a escribir y a dominar las 4 operaciones matemáticas básicas como si fuera una calculadora humana, a sumar, restar, multiplicar y dividir nadie le ganaba, y ese conocimiento fue más que suficiente para que se abriera camino en la vida.
Hay un antiguo proverbio judío que dice que como “Dios no podía estar en todas partes, por eso creó a las madres”, y no hay nada más cierto. Aunque soy creyente católico, nunca he sido especialmente apegado a la institución de la iglesia, no obstante siempre pensé que mi madre era el vínculo permanente que me mantenía unido a Dios, ella era como el puente con la iglesia. Una de las cosas que más extraño de ella eran sus bendiciones y su permanente recomendación para que cuando saliera de mi casa me persignara y me encomendara a Dios, no obstante ello, no era una mujer obsesionada con su religión, ella tenía muy claro que antes que la devoción estaba la obligación, jamás nos obligó a sus hijos a ir a un servicio religioso si eso hubiera implicado que faltáramos a la escuela.
Mi madre nos dejó relativamente a una edad temprana si tomamos en cuenta las edades que alcanzan por fortuna hoy en día los adultos mayores, tenía 83 años cuando falleció después de una larga enfermedad que la mantuvo postrada en una cama cuando menos los últimos tres años de su vida. Era doloroso verla en esas condiciones de salud mermada, sobre todo después de una vida incansable, criando y creciendo hijos, siempre echada para adelante, entregada a toda su prole, pero aún en esas condiciones se aferró a la vida hasta que la enfermedad irremediablemente la venció por fin.
Extraño muchas cosas de mi madre, sobre todo porque era como la amalgama que mantenía integrada y unida a su familia entorno a ella y a mi padre. Casi siempre el día de las madres comíamos en la casa familiar, en aquellos años no se acostumbraba salir a comer al restaurant para festejar tan memorable fecha, a ella gustaba recibirnos a todos y gustaba de preparar la comida para cuarenta o más comensales, los hijos, las nueras, los yernos y nada más 24 nietos, ¡mucha familia!
Todos los días de nuestras vidas deberíamos hacerles un homenaje permanente a nuestras madres, gracias a ellas los hijos tenemos vida y somos lo que somos casi siempre para bien.
Bien dicen que recordar es vivir. ¡Felicidades a todas las Madres!