Le encargaron a Pepito que con motivo del Día de la Madre preparara un texto que tuviera como final la frase: “Madre, sólo hay una”. Como el chamaco, ya sabemos, siempre ha sido de una gran inventiva, entregó a su maestra la siguiente composición.
“Ayer por la tarde fueron a visitarnos a la casa las dos vecinas que viven en la esquina de la calle. Tocaron, entraron, se sentaron en la sala y se pusieron a platicar con mi mamá.
En ésas estaban cuando mi madre les ofreció algo de tomar:
“—Estimadas amigas, ¿no gustan un aromático café, un reparador té o un delicioso refresco?
“Las dos amigas se decidieron por la bebida deliciosa, así que mi mamita me llamó y me dijo:
“—Pepito, ve al refrigerador y trae dos cocas, una para cada una de mis amigas.
“Yo fui obediente a hacer lo que me indicó mi madre, abrí la nevera, busqué y le tuve que decir:
“—Madre, ¡sólo hay una!”
Con motivo de este día, casi todas las madres reciben un justificado reconocimiento a los largo del país (la celebración es netamente nacional y fue instituida por el periódico Excélsior y su entonces director, Rafael Alducín, a mediados del siglo pasado).
Es el día de las madres; es el día en que las sacan a comer (o que las ponen a cocinar para toda la familia, se dan casos), se les ofrecen regalos, se les dan muchos besos y abrazos, y felicitaciones.
Y todas se las merecen: la madre abnegada, la madre sufrida, la madre doliente, la madre bienhechora, la madre perfecta.
Cumplen un papel crucial para el desarrollo de nuestra especie, y en ellas se asientan el futuro y la concordia. Son la célula fundamental de la familia, que a su vez es la célula fundamental de la sociedad, según como nos hemos organizado.
Sara Sefkovich, en un libro muy provocador de nombre también provocador: Atrévete, propone que en las madres de familia se asienta la idiosincrasia de una sociedad, y que de su trabajo depende, en buena medida, el tipo de ciudadanos que merodean en el mundo: educados o vulgares, tranquilos o activos, pazguatos o hiperactivos… pacíficos o violentos.
Puede ser.
Pero hoy, por lo pronto, no tengo mejores palabras de las que ya dijo el español Miguel Hernández, poeta mayor que murió a sus 31 años y nos dejó un gran legado:
“Madre, madre: te amo. Porque te dolí más que una muela cuando me pariste. Porque las veces que tenía ganas de oler, me ponías en cuclillas con un gesto tuyo, sólo sabido por tu ojo de aquel lado. Porque cuando venía el doctor a verme enfermo tomabas, dolorosa, a tu blancura izquierda el pulso…Pero que me dejen…¡Es tan bello el vino con luna, bebido a medianoche de pechos sobre la sierra con rescoldos del mediodía!”
Felicidades a ti, madre ida, en donde estás; felicidades y agradecimiento a ti, madre presente.
Felicidades.
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