“No me hablen de la muerte que yo ya la conozco”
Don José, como en el final de su novela Todos los nombres, entró en la Conservaduría, fue a la mesa del jefe, abrió el cajón donde lo esperaba la linterna y el hilo de Ariadna, se ató una punta del hilo al tobillo y avanzó hacia la oscuridad. Así murió Saramago un viernes de junio de hace seis años. Estaba desayunando con Pilar. Algo le decía a ella y su esposa lo interpretó como una despedida. Estaban en su casa de las Tías, en la isla española de Lanzarote, donde vivían desde hacía casi dos décadas. Él se fue a recostar. Eran las once de la mañana y él tenía 87 años. Ella ya sabía. Para eso es el amor. Se asomó y ya no respiraba. Ya era un amigo de los vivos. Así lo escribió él en uno de sus cuentos: “El muerto es el mejor amigo del vivo”. El sabía mejor que nadie que moriremos cuando tengamos que morir, porque la muerte no tiene salida. Ya la había tocado cuando estuvo enfermo y de donde surgió una de sus obras: Las intermitencias de la muerte. A partir de un supuesto improbable e imposible, como todas sus historias, Saramago inicia su novela: “Al día siguiente no murió nadie”. El más importante escritor portugués, después de Eca de Queiros y Fernando Pessoa, hizo una reflexión sobre la “soberbia infinita” de aspirar al mítico elixir de la vida eterna: la muerte ha decidido suspender su trabajo letal y su ausencia provoca situaciones dramáticas y delirantes, en las que están presentes el poder político, las mafias, las familias o las contradicciones de la Iglesia católica y su dogma. Saramago decía que en un momento determinado se le ocurrió la idea de si la muerte no lograra matar a nadie. Ese es el embrión, la célula de la historia y de todas las consecuencias que esto provocaría: un desastre mundial que también le ha servido para hacer un análisis de la sociedad humana, de sus prejuicios y supersticiones. Y en ese inquietante escenario, Saramago alteró el funcionamiento de todas las instituciones de la sociedad y abrió el debate en torno a la eutanasia, el suicidio, la forma en que el mundo actual convive e ignora a sus ancianos y las consecuencias de las guerras. En entrevista para La Jornada, le dijo a Armando Tejeda: “Si hay un país que conoce íntimamente la muerte, que se duerme con ella y se levanta con ella, ese es México. Aunque mi muerte no es exactamente la muerte para los mexicanos, pues ustedes se divierten y llegan incluso a comer las calaveras de azúcar. Pero en esta novela no es el caso, digamos que se trata de una muerte en cierta manera más intelectualizada, no tiene esa pretensión popular y la aportación es clara sobre las consecuencias de que la muerte no mate, son específicas de una determinada cultura. La novela empieza por donde empezó, lo que significa que la muerte no tiene salida. Incluso en México la muerte no tiene salida”. No hay antecedentes de escritor como Saramago que el Premio Nobel de Literatura, que se ganó en 1998 por “haber vuelto tangible una realidad fugitiva gracias a sus parábolas, sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”, le haya hecho padecer un sufrimiento tan grande y haya acrecentado su humildad. La consagración para siempre no era para el autor de Ensayo de la ceguera y tan es así que al explicar el efecto del galardón señalaba que se sintió como un volcán por dentro: “Intentaré sobrevivir a todo lo que me espera”, ironizó el literato en 1998 en ocasión del otorgamiento del premio y describió al Nobel como “uno de los mitos del Siglo XX con el que ahora me toca a mi ir del brazo”, decía. Con el premio, “los portugueses hemos crecido unos centímetros”, comentaba al ahondar en la descripción de su impacto. Ya instalado en Estocolmo, donde recibió el máximo galardón de las letras de manos de la monarquía de Suecia, el escritor comunista (“Comunista escritor”, apuntaba él y atajaba: “Uno es lo que es porque su espíritu o sus hormonas así lo determinan para siempre”) pronunció su discurso de aceptación ante la Academia Sueca y ahí acusó a la Iglesia católica por su actitud ante las injusticias, reivindicó sus raíces campesinas y se definió como discípulo de sus personajes. Inició su alocución con una frase que aclara sus ideas acerca de la vida y la literatura: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”, refiriéndose a su abuelo materno, cuidador de cerdos que por la noche le contaba leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, “un incansable rumor de memorias que me mantenían despierto, al mismo tiempo que suavemente me acunaba”, decía. De ahí que definía su escritura en lo que él llamó una declaración de veracidad, a la que sólo le falta juramento o reconocimiento notarial: “Todas mis historias son verdaderas, sólo que a veces mi mano escapa e introduzco en la trama seca de la verdad un leve hilo de colores que tiene por nombre fantasía, imaginación o visión doble. Otras veces no será así, sino el placer tan sólo o la conveniencia del juego cifrado”. Escribir, afirmaba, es un trabajo y hacer un libro es como hacer una silla, “sólida, estética y hermosa, si se quiere”, y “la fama es nada si tomamos en cuenta que tenemos una pequeña vida que, incluso cuando es larga, siempre es pequeña; si consideramos que la eternidad no existe y menos la eternidad de las cosas que hacemos, que todo es precario, que lo que es mañana no será, si tomamos en cuenta todos eso, creo que la fama es nada”. Desde entonces, el autor de El Evangelio según Jesucristo, novela que le valió el exilio, intentaba asimilar el premio como algo lúdico, una de sus virtuosas actitudes para ver la vida. De ahí que contaba, con gracia y picardía, que cuando se supo en Portugal que había ganado el Nobel, la directiva del Benfica, el club de futbol de Lisboa, estaba reunida hablando del próximo campeonato del balompié y alguien se levantó y dijo: “Estamos aquí, hable y hable de lo nuestro. ¿Es que no vamos a decir nada de Saramago, que acaba de ganar el campeonato mundial de escritores?”. El escritor nacido en Azinhaga en 1922 no lo obsesionaba la muerte, pero tampoco creía en ningún dios ni en mundos imaginarios, como el cielo o el infierno: “No creo en Dios y no entiendo cómo se puede creer aún en Dios –decía–. Sé que cuando llegue mi hora entraré en la nada y se acabó; habrá también un día en que se acabe todo, también la galaxia, y Dios no se cuestionará qué ha pasado con su creación; son fábulas que no se deberían seguir repitiendo”. Y ha explicado que para su reflexión sobre la muerte lo llevó a revisar diversos estudios científicos y astronómicos, en los que confirmó sus creencias agnósticas, ya que “existen 200 millones de estrellas en la galaxia, y una de ellas es el Sol”. Sobre la forma como enfrentaba personalmente a la muerte, Saramago era claro: “Soy un hombre que tiene que optar entre tres palabras: o soy una persona mayor, o soy un viejo o soy un anciano. Decir persona mayor creo que es intentar disfrazar a la realidad. La palabra anciano no me gusta. Entonces tengo la dignidad para decir que soy un viejo. Por lo tanto los años los intento vivir de una forma positiva y no me concibo como si tuviera ochenta y tantos, sino como si tuviera 75 o 62 y a veces, incluso, me siento como si tuviera 18 años. Estoy bien y espero seguir trabajando unos cuantos años más, además de que no tengo miedo a la muerte. No vivo con esa preocupación. No pienso en ella porque tengo muchas cosas para vivir el día a día, pero soy consciente de que está ahí”. Cuando pienso que te fuiste, / negra sombra que me asombras, / a los pies de mis cabezales, / tornas haciéndome mofa. / Cuando imagino que te has ido, / en el mismo sol te me muestras, / y eres la estrella que brilla, / y eres el viento que zumba. Con estos versos de Rosalía de Castro y al son de gaiteros gallegos que residen en Lisboa, José Saramago será recordado, como todos los años, al pie del olivo centenario traído de su pueblo que cobija sus cenizas y trasplantado en la plaza lisboeta Campo das Cebolas, a orillas del río Tajo, frente a la Casa dos Bicos, sede de la Fundación que lleva su nombre, “para celebrar su vida”, como dice su viuda Pilar del Río. Es un acto público, en plena calle, a la hora que murió, las 12 en Portugal, de todos los 18 de junio, donde se reunirán, como todos los años, los trabajadores de la Fundación, los amigos más cercanos y el público que se sume al festejo. Pilar ha contado que eligió el verso de la poetisa gallega porque alguna vez el autor del relato póstumo Alabardas le comentó que la muerte nunca está justificada, salvo que venga Carlos Núñez e interprete Negra sombra. Así, se escuchará la música de los gaiteros, se leerá el poema de Rosalía de Castro y, como todos los días, se colocaran unas rosas blancas al pie del olivo. “Luego –dice Pilar– regresaremos a intentar evitar que los agujeros del mundo no sean más grandes, es decir, que no sea por nuestra desistencia por lo que aumente el caos en el mundo”. De ahí el realce y el valor de los versos del poema Negra sombra de Rosalía para recordar a Saramago: Si cantan, eres tú que cantas, / si lloran, eres tú que lloras, / y eres el murmullo del río / y eres la noche y eres la aurora. / En todo estás y tú eres todo, / para mí y en mí misma moras, / ni me abandonarás nunca, / sombra que siempre me asombras. Y que como le contaba a Manuel Rivas cuando estuvo al borde la muerte y le preguntaban sobre ella, siempre respondía: “No me hablen de la muerte porque yo ya la conozco”.