“Cuando un edificio se agrieta no es buen negocio disfrazar las hendiduras y grietas volviendo a echarles yeso y pintándolas. Lo que es necesario es revisar la construcción y verificar la solidez de las piedras angulares y reemplazarlas si hay lugar a ello. Solidificada nuevamente sobre bases fuertes, siempre habrá tiempo después para perfeccionar el exterior y ocuparse de la estética en general.” “Los Grandes Mensajes” Serge Raynaud de la Ferriere.

De acuerdo a las predicciones del autor arriba mencionado estamos asistiendo actualmente al hecho capital de un momento particularmente crítico, al monstruoso hundimiento de toda una civilización, pues al final de un ciclo en espera de otro, como afirmaban también los mayas, en el período de transición, los asientos de las civilizaciones siempre reciben algún choque. Las formas religiosas y sociales, más o menos cada 2.000 años sufren profundas transformaciones en sus formas exteriores, cambios determinados por el movimiento de retrogradación de los equinoccios, que nos coloca bajo influencias distintas de evolución. Estamos en uno de esos períodos de transición, que volvemos a encontrar también en la vida de cada hombre, donde es indispensable concentrar todas las energías a fin de no perder conciencia en el torbellino que nos arrastra.

¿Dejaremos naufragar nuestra civilización no sabiendo qué reforma hacer, o enérgicamente pondremos el dedo en la llaga para salvar lo que puede salvarse? Hemos visto la política, los gobiernos y muchas otras grandes organizaciones del orden social y económico conmoverse ante la destrucción y la corrupción de los seres y atribuir esta causa a otras razones de orden exterior (hambre, bancarrota, privación de lo necesario, caos organizado por las guerras, órdenes de ciertas políticas). Estos hechos son efectos y no causas. ¿Acaso las grandes predicciones no han anunciado desórdenes para nuestra época? “Sabe que en los últimos días habrán tiempos difíciles…” (II Timoteo, Cap. 3, vers. 1 al 5). No tenemos sino que examinarnos con sinceridad para reconocer que cada uno de nosotros puede tomar para sí, por lo menos, una parte de la profecía del apóstol Pablo. ¿Y cómo es posible no avergonzarse por la descripción de tales realidades? ¿Qué hemos hecho con el Don de Dios que Jesús recuerda a la Samaritana? No solamente ignoramos lo que es ese magnífico Don de Dios, sino que arrastramos a las futuras generaciones a la misma vida de desarreglo que la nuestra y que va dejando a nuestros hijos sin dirección intelectual o moral, y si les damos alguna, es falsa, porque nosotros mismos, la generación anterior, hemos perdido el sentido de la Verdad, el sentido de las palabras, la gran lección que se desprende de la creación entera. Hemos fundado nuestra civilización sobre jerarquías en medio de agrupaciones limitadas, centrales, fábricas, oficinas, sindicatos, clubes y círculos de toda clase, con múltiples objetos, en detrimento y desprecio del origen de la más importante y única: la célula familiar. No hay sino que hojear las páginas del Antiguo Testamento para saber lo que era esta célula familiar que comprendía: el padre, la madre, los hijos, los abuelos y los sirvientes.

Cuando la administración del padre era reconocida particularmente sabia, a este núcleo de hermanos y hermanas venían a unirse los sobrinos y sobrinas, primos y primas con cada uno de sus hijos, y asistíamos entonces a la formación de la tribu, de las cuales algunas siguen siendo célebres por su organización y sabiduría, que habían adquirido durante varias generaciones por su disciplina y espíritu de justicia; la disciplina -a menudo severa- de obediencia de los hijos, del respeto a los padres, basada sobre el valor y la dignidad de cada uno.

La célula familiar es la piedra de ángulo de nuestra sociedad y hay que mejorar su solidez como en el ejemplo dado en líneas anteriores acerca de nuestra casa agrietada. Cuando esté restablecida con sólidas bases, ya habrá tiempo de ocuparse del sistema social que deba adoptarse, que en aquel momento se impondrá por sí mismo y convendrá a todos.

Se habla siempre de los deberes de los hijos para con los padres, pero no hay que olvidar los deberes de los padres para con los hijos, y toda la quiebra y derrota de la niñez y adolescencia que sucede actualmente, ¿no es acaso debido a la falta de los padres en sus deberes más elementales? Tomemos muy en cuenta que para un niño la decisión, el razonamiento, el orden de sus padres toman relativamente un valor de manantial y unidad. Si un adulto puede buscar a su alrededor pruebas y testimonios, el dominio de un niño se limita al círculo restringido de las personas que lo rodean y de todo lo que se desprende de ese círculo inmediato espera él una absoluta veracidad; por ello y por encima de todo, no engañéis a vuestros hijos, y menos sobre vosotros mismos, ni sobre cualquier otra cosa. Vuestro hijo tiene derecho a decepcionarse, y, ya que la vida marcha siempre adelante, seguramente le decepcionará que usted sea un punto en este camino y que él sea otro adelantado a cierta distancia; esta distancia que les separa no hará sino aumentarse con un movimiento uniformemente acelerado. En cambio vosotros como padres no tenéis derecho a decepcionar a vuestros hijos, porque les debéis todo sin restricción alguna.

Desde el momento en que habéis aceptado una misión, un apostolado de educador tenéis que cumplir y cumplirlo bien, sino no habéis debido aceptarlo.

¿A qué limitamos muy a menudo lo que llamamos la educación de los hijos? A cierta manera de vivir mundana que muchas veces está en oposición directa con su naturaleza interior. Es decir, la periferia, las relaciones con los semejantes son más o menos correctas, pero el sentido de su propia dignidad ni siquiera es despertado en él, y todos sabemos el síntoma de destrucción que representan las carcajadas de los adolescentes ante la incomprensión que tienen de la vida. Estamos formados en una civilización que no está hecha a nuestra medida, la cual nos hace perecer y que perece con nosotros. Dejemos que estas manifestaciones se hundan solas, sin nosotros; quedémonos a la expectativa, no participemos en este gigantesco hundimiento, pero salvemos lo que tiene de mejor haciendo de nuestros hijos la humanidad pura, fuerte y clara del mundo futuro.