El sueño de Martin Luther King, Rosa Parks y todos los negros de EU

 

 

Era una tarde fría del primer día de diciembre de 1955. Rosa Parks tenía 42 años cuando volvía de su trabajo como costurera en Montgomery (Alabama) y tomó una decisión que cambió la historia de los negros en Estados Unidos: se negó a ceder su asiento a un blanco en un autobús segregado. Su arresto desató un boicot al transporte público que duró más de un año y durante el cual cientos de trabajadores negros fueron despedidos y muchos otros arrestados. “No tenía idea de que alguien se enteraría de lo que me había sucedido aquel día. Ni siquiera tenía certeza de que sobreviviría. Simplemente estaba cansada del maltrato. Sentí que no podía permitir seguir siendo maltratada de esa manera”, recordaría mucho tiempo después la mujer negra fallecida en 2005 a la edad de 92 años. En 2013, por el centenario de su nacimiento, el Servicio Postal de Estados Unidos emitió una estampilla como símbolo de los derechos civiles. El timbre postal Rosa Parks Forever fue uno de los diversos actos programados entonces para la jornada a fin de honrar su memoria. El museo Henry Ford en Dearborn preparó un festejo de 12 horas con discursos, música y presentaciones. Quienes asistieron a la celebración tuvieron la oportunidad de sentarse en el autobús Rosa Parks, el mismo del que no se quiso parar y exhibido de manera permanente dentro del museo, y donde Barack Obama también se sentó en esa semana de celebraciones durante una gira por Michigan: “Tuve la oportunidad de sentarme en el autobús de Rosa Parks”, dijo el Presidente durante un acto en Detroit, donde narró que usó “la oportunidad para reflexionar sobre el coraje y la tenacidad que forman parte de la historia reciente de Estados Unidos”. Y es que aquel acontecimiento de Rosa Parks marcó el inicio de los derechos civiles en Estados Unidos, hechos que además de las movilizaciones, también llevó a la creación de la Asociación por el Desarrollo de Montgomery y que eligió como uno de sus portavoces a un joven pastor de la Iglesia Bautista, poco conocido hasta entonces: Martin Luther King, quien había llegado al lugar un año antes junto a su esposa Coretta Scott, procedente de Boston, donde había estudiado teología. Montgomery es la antigua capital de la Confederación durante la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, y constituía en ese entonces un excelente ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios caprichos y la voluntad del poder blanco. La mayoría de los 50 mil negros residentes ahí trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta por 70 mil habitantes, y sin derecho al voto en las elecciones. En esa pequeña ciudad del sur profundo de Estados Unidos, donde nada parecía moverse, las cosas comenzaron a cambiar para los negros cuando Rosa Parks se negó a ceder el asiento a un blanco. A consecuencia de este hecho, desde el púlpito de una iglesia abarrotada de negros, Martin Luther King les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la democracia, que la raza negra estaba ya harta “de ser pisoteada por el pie de hierro de la opresión”, que estaban dispuestos a luchar y combatir “hasta que la justicia corra como el agua”. A la postre, ese joven pastor baptista se convertiría en el símbolo de la lucha contra el racismo y el 3 de abril de 1968 pronunciaría el discurso Tengo un sueño, el más trascendental de su vida como líder de la comunidad negra estadounidense y que hasta el día de hoy es rememorado como un credo de los derechos civiles: “Sueño que un día en Estados Unidos, con sus feroces racistas, un día los niños negros y las niñas negras podrán darse la mano con los niños blancos y las niñas blancas como hermanas y hermanos”. Al día siguiente, Martin Luther King era asesinado por un racista feroz de Memphis (Tennessee): James Earl Ray, un delincuente de poca monta que unos meses antes había escapado de una cárcel del estado de Missouri donde cumplía un condena de 18 años y a quien, según su propio hermano, “le ofrecieron la libertad, un montón de dinero y la posibilidad de viajar por matar a un negro que además no le gustaba”. Aunque el gobierno de Lyndon Johnson, sucesor de John F. Kennedy luego de su asesinato, hizo todo porque la muerte de King apareciera como el homicidio de un racista, nadie se creyó la trama del asesino solitario, fallido émulo de Lee Harvey Oswald, cuyo coeficiente intelectual no llegaba al mínimo, inexperto en el manejo del arma, adicto a las drogas y que la tarde del 4 de abril de 1968 se apostó sobre la orilla de la tina de baño del cuarto que había rentado en la pensión frente al Hotel Lorraine, donde se hospedaba King, y que al salir a su balcón le disparó con un rifle una bala tan certera que le entró por el pómulo y se le enterró en la columna. Ray salió de la pensión, tiró el rifle envuelto en una sábana sobre la acera, se subió a su Mustang blanco y se fue de Memphis con toda tranquilidad. Luego viajó a Atlanta, Canadá, Inglaterra, Portugal y de nuevo a Inglaterra, donde fue detenido dos meses después con rumbo a Rodesia (Zimbabwe) y dos pasaportes falsos canadienses, “de acuerdo a un plan que había trazado sin ayuda de nadie”, se adelantó a decir la policía. El presunto asesino primero se declaró culpable y después se desdijo con el argumento de que había sido traicionado por un misterioso personaje de nombre Raoul. Fue condenado a 99 años de cárcel pero murió en 1998 a la edad de 70 años por una enfermedad degenerativa del hígado en el hospital penitenciario de Nashville. El reverendo Jesse Jackson, otro destacado líder de la negritud en Estados Unidos y quien presenció la muerte de Luther desde el estacionamiento del hotel Lorraine, declaró entonces que “el asesinato del doctor King es un misterio sin resolver en nuestro país. Fue un acto de terrorismo político. James Earl Ray no tenía la suficiente motivación política para asesinar al doctor King como un actor aislado, ni disponía de los medios para llevar a cabo el plan”. Lo cierto es que las dudas sobran y hay muchas razones para suponer que el asesinato de Martin Luther King fue un complot, en el que metieron la mano tanto dependencias del gobierno como el FBI y políticos –blancos, por supuesto–, hasta racistas acaudalados e influyentes. Sin embargo, como escribió Antonio Caño desde Memphis en El País en el 40 aniversario del asesinato del líder negro: “Cuatro décadas después de aquel hito de la historia estadounidense, este país está más cerca que nunca de otro acontecimiento de similares proporciones, de algo que, en el fondo, puede venir a culminar la obra que el reverendo King empezó y hacer realidad el sueño que predicó. La posibilidad de que Barack Obama pueda ser elegido presidente en noviembre convirtió los actos de ayer frente al célebre pasillo del Lorraine, tradicionalmente autocompasivos y victimistas, en una gran celebración de la igualdad racial”. O como expresó durante la misma conmemoración Clarence Jones, autor del libro What would Martin say? (¿Qué es lo que diría Martin?), uno de los escritores más cercanos al mártir de los derechos civiles: “King estaría entristecido y decepcionado de que, 40 años después de su muerte, Estados Unidos estuviera todavía bajo la amnesia sobre el trato dado en el siglo XX a los afroamericanos. Sin embargo, uno puede pensar en Obama y King le aplaudiría por haber tenido el coraje de meterse hasta la sala de los norteamericanos y hablarles del gorila de 400 kilos que está sentado en medio de ellos”. Lo cierto es que Barack Obama es siembra y cosecha de Martin Luther King: “Sin él, no estaría donde está”, expresó Conrad Fink, profesor de la Universidad de Georgia y ex vicepresidente de la agencia de noticias Associated Press, quien afirma que Obama no sólo es fruto de su legado, sino que también encarna el sueño de King. Sin embargo, Obama, quien utilizó como lema de campaña “¡Sí podemos!”, ha apostado por un discurso postracial: “No hay un Estados Unidos blanco y un Estados Unidos negro, sino los Estados Unidos de América”, ha dicho quien desde ya ha marcado un hito en la historia de la nación más poderosa de la Tierra al convertirse en su primer presidente negro, más de medio siglo después de que Rosa Parks le negó el asiento a un blanco y casi medio siglo después de que Martin Luther King pronunciara su legendario discurso Tengo un sueño. La nación oficial rinde homenaje cada 4 de abril a Martin Luther King y a su ejemplo, pero también la nación real se ve más proclive a hacer frente a una realidad apabullante: los negros duplican o triplican a los blancos en número de muertos en acciones violentas, en número de presos, en número de pobres, en niños muertos al nacer, en fracaso escolar, en falta de vivienda, en rupturas de parejas, en hábitos insanos, en expectativa de vida y en confianza en el futuro. De ahí la polémica con Obama del reverendo negro Jeremiah Wright, quien fue su guía espiritual durante más de 20 años y que en sus sermones ha invitado a los negros estadounidenses a entonar el himno Dios maldiga a América en lugar del tradicional Dios bendiga a América, “por el racismo que aún impera en el país”. Y los recientes asesinatos de afroamericanos y las diversas manifestaciones contra el racismo hacen ver que el sueño de Martin Luther King sigue en espera del día en que sea una realidad el credo estadounidense de que todo hombre es creado igual y no será juzgado por el color de su piel.