Fue en la Olimpiada de Sídney, Australia en el 2000 cuando la mexiquense Soraya Jiménez Mendívil escribió su nombre con letras de oro entre los más grandes deportistas que ha dado este país. Fue una medalla inesperada, aún recuerdo cuando estaban transmitiendo la prueba y Soraya logró levantar 225.5 kilogramos, fue un 18 de septiembre, unos segundos sosteniendo la barra con más de 112.5 kilos de cada lado, con el máximo esfuerzo reflejado en el rostro, tambaleándose pero manteniendo a pie firme, instantes inolvidables que ni los propios cronistas que estaban narrando el momento lo creían aunque sus ojos lo estuvieran viendo. Después, la fama, hasta cierto punto el dinero, lesiones, cirugías en una rodilla lastimada, 14 para ser exactos, extirpación de un pulmón por problemas derivados de una influenza, probablemente mal tratada, contraída durante los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro en el 2007, con secuelas que fueron minando su salud y, después, el colapso total, un infarto fulminante la sorprendió un 28 de marzo de 2013 que dio fin a su breve pero productiva existencia en el ámbito deportivo, aunque no necesariamente ocurrió lo mismo en el plano personal. Su vida estuvo plagada de éxitos en el terreno de la halterofilia, pero no estuvo exenta de polémicas, por ahí hubo sospechas nunca comprobadas plenamente de dopaje, y por ahí también fue cachada falsificando documentos oficiales universitarios. Da pena, insisto, que atletas como Soraya no tengan un recinto en donde esté preservada para el fin de los tiempos su memoria y su legado deportivo. Lo escribe Marco Aurelio González Gama, directivo de este Portal.