Esta semana, como siempre, entré a Facebook en un par de ocasiones. Y como es usual, de repente me veía de nuevo en las garras del scrolling: navegando hacia abajo, sin ton ni son, adquiriendo información cada vez más inútil.
Durante estos días descubrí un par de “ladies” nuevas. Ninguna con repercusión mediática, pero ahí estaban: un actuación desagradable o altanera, o un servicio mal dado por su parte, y de repente, su foto en Facebook, junto con datos suficientes para encontrarlas, más los comentarios que se sumaban para agredirlas.
Leí, por ejemplo, el largo texto de un fotógrafo que denunciaba haber otorgado una sesión a un grupo de graduadas de bachillerato, aunque toda negociación la hizo con sólo una de ellas. De acuerdo con el relato, la joven, insatisfecha con el servicio prestado, lo denunció públicamente en su perfil de Facebook y el fotógrafo, para responder a la “difamación”, decidió contar su parte de la historia… publicando además las fotografías de las muchachas y exponiendo el perfil de la quejosa.
Increíble fue el odio que se reflejó en los comentarios: Feas, pobretonas, gordas, pendejas, piojosas… Y, por supuesto, no faltó quien quiso bautizar a la “niña” (como el mismo fotógrafo la llamó) como “lady Fotos”.
Ignoro qué habrá sucedido con el fotógrafo y las muchachas. Lo cierto es que no deja de repelerme la idea de que ahora, ante cualquier ofensa o malentendido, la respuesta sea la exhibición pública. Los ofendidos no dudan en filtrar conversaciones y datos privados, y dejar hacer a los usuarios de Internet el resto. Quienes comparten y comentan tales contenidos parecen alegrarse de tener un alguien contra el cual descargar toda rabia posible, sin importar las consecuencias.
A veces es comprensible: pagas por un servicio y éste resulta de pésima calidad. Como comprador, deseas quejarte, pero resulta que no hay establecimiento ni página web oficial con un buzón de quejas y sugerencias, sino otra persona tratando de ganarse algún dinero por medio de un negocio informal… Pareciera peor: el coraje ya no es contra una empresa, ente abstracto, sino contra una persona real.
Se entiende hasta cierto punto que la informalidad obligue a un cliente insatisfecho a denunciar públicamente al vendedor, generalmente a través del mismo medio por el que lo contactó. Es posible que la denuncia hasta tenga el noble fin de servir como advertencia a otros… Pero, ¿cómo comprender la horda de comentaristas rabiosos que no dudan en insultar y hasta buscar al denunciado? ¿Cómo comprender, en el caso del fotógrafo que le comentaba al principio, a un adulto “hecho y derecho” que exhibe la identidad de unas muchachas que puede que ni sean mayores de edad?
Esto se nos está yendo de las manos. Nos negamos al diálogo, ofuscados de indignación, y llevamos nuestros problemas a que sean dirimidos en juicio público. Somos como aquellas sociedades decimonónicas, conservadoras, que esperaban con ansias el próximo rumor para hacer caer a alguien por medio de la censura y los señalamientos. No, ya no marginamos a los libertinos, estafadores, adúlteros, traidores… ahora hay ladies o lords. Y estamos a la anhelante espera del siguiente para desdeñarlo con el más inexplicable odio.
Somos viles y nos regocijamos en ello.