A propósito del fallecimiento de Juan Gabriel, me estaba acordando de algo que les voy a relatar. Hace poco más de unas tres décadas y media, cuando el que esto escribe moraba la todavía capital de todos los mexicanos en razón de estar cursando sus estudios profesionales, en mis ratos de ocio me metía al cine a ver cualquier película que representara un cierto atractivo para mis ojos buscando satisficiera mis afanes de cinéfilo novilleril. Antes déjenme decirles que en la universidad tuve la oportunidad de tomar uno o dos cursos de apreciación cinematográfica, y mi maestro, el poblano Alfredo Naime Padúa, que es un gran conocedor de cine –actualmente es el Director de la Escuela de Cine y Producción Audiovisual de la UPAEP-, nos recitaba en clase que, un buen cinéfilo, para reputarse como tal debe ver unas cinco películas, de cualquier género, por semana.
Bueno pues yo me tomé más o menos en serio esa recomendación y no veía cinco pero sí procuraba ver al menos una a la semana. Obvio que no me iba a los Multicinemas de Plaza Universidad, que eran el antecedente de los Cinépolis con los que empezó la familia Ramírez su emporio de salas de cine, o al Pedro Armendáriz, que estaba a dos cuadras de mi casa, o al Manacar o al Dorado 70, y no iba yo a ellos porque eran cines caros y cuando uno está estudiando pues lo que menos sobra es el dinero. Pero si me metía con frecuencia a un cine rascuache que estaba exactamente al lado de la estación del metro Viaducto en la avenida Tlalpan, y que precisamente se llamaba ‘Cine Viaducto’, al que la broza chilanga para referirle a él, un tanto acertadamente le cambiaba la V chica por la M.
Y la verdad era un cine para la ‘raza’, pero no había de otra, así es que ahí me chuté cualquier cantidad de películas de aquella época de nuestro glorioso cine mexicano, tal vez de su peor época, ya sabe usted, desde el cine de ficheras, las películas de Valentín Trujillo , que era como una especie de antecedente mexicano de Antonio Banderas, alguna que otra de los hermanos Almada y para que les sigo platicando, pero en esa galería del horror de algo de lo más cutre del cine nacional, también vi filmes del gran ‘Chente’ Fernández cuando estaba iniciando su carrera como cantor charro, unos verdaderos bodrios, francamente de lo peor que he visto de nuestra ‘industria’ cinematográfica.
‘El arracadas’, ‘El tahúr’, ‘El albañil’, ‘El hijo del pueblo’, ‘Entre monjas anda el diablo’ y para qué le sigo, los solos títulos de las películas dan una idea de la clase de ‘joyas’ cinematográficas que eran estas auténticas bazofias, y perdón, no quiero abusar de este tipo de apelativos pero no hay otros para calificar a este cine que hoy debe tener muy apenado al ‘Charro de Huentitán’. La verdad es que este cine lo veía más como una cruzada por la cultura cinematográfica y por el bien de la academia básicamente, que por otra cosa. Por supuesto que yo salía del cine con una cara de insatisfacción y, seguramente, meditando sobre la pobreza del cine mexicano que hacía nuestra devaluada industria por aquellos años y, lo que es peor, pensando que Chente a ese paso y haciendo ese tipo de cine tan infame jamás alcanzaría el estatus de ídolo popular que alcanzó, por ejemplo, Pedro Infante. Nada que ver el cine de Vicente con el de Pedro.
Y hoy al cabo de los años me da pena constatar mi falta de visión, y que si me hubiera tocado a mí promover al de Jalisco, en algún momento y viéndolo hacer ese cine tan deleznable, seguramente le habría aconsejado al buen ‘Chente’ que mejor se dedicara a otra cosa porque para el espectáculo no servía. Y qué equivocado estaba, porque a figurones como la de Vicente Fernández no las entronizan tipos como yo. A él, a ellos los eleva a la altura de deidades solamente el pueblo y nada más, y no incrédulos y escépticos como el que está escribiendo. Y por eso son grandes estos hombres y mujeres como ‘Chente’, Juanga, Pedro, Jorge, María, Mario, Germán y Agustín, porque son figuras poderosas y con un imán para atraer multitudes que los adoren sin condiciones y los conviertan en figuras consagradas.
Ellos, son parte de nuestro ser, de nuestra esencia más profunda, son el reflejo de este México nuestro ante el mundo, le guste a unos, los más, y les disguste a otros, los menos. Bien dicen los que saben y entienden de estas cosas, hay cosas del corazón que la razón no entiende.
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