“No. Los políticos no aprenden. No tienen esa capacidad”, dice Giovanni Sartori con la convicción de un filósofo especializado en politología. Y los sabe por que eso es: una máquina de pensar. Desde la atalaya de sus 92 años sigue pensando, de donde se desprenden las ideas que lo llevan a enfrentamientos con sus detractores, quienes lo consideran un provocador desmesurado y políticamente incorrecto. El se define más como irónico, porque sólo así, afirma, se comprenden bien las palabras y se aprende de ellas. “Se sigue diciendo que soy pesimista, que soy catastrófico. Lo que importa es si lo que digo es cierto o no”. Y es que el pensador italiano se asume pesimista: “Los pesimistas somos útiles, mientras que los optimistas son peligrosos y dañinos. Si uno es pesimista y advierte de los peligros, obliga a reflexionar, y tal vez contribuya a que se resuelvan los problemas. Los optimistas, en cambio, dicen que todo es maravilloso, que no hay que hacer nada, y los problemas llegan”. Hace una década, el politólogo florentino fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en reconocimiento a su trabajo en la elaboración de una teoría de la democracia en la que ha estado siempre presente “su compromiso con las garantías y las libertades de la sociedad abierta”. El jurado destacó también la “gran contribución investigadora” de Sartori al debate contemporáneo de la ciencia política, así como el “extraordinario prestigio” del que goza su pensamiento en la opinión pública internacional. El profesor emérito de las universidades de Columbia (EU) y Florencia (Italia), dice el acta, “ha reflexionado y alertado con particular agudeza sobre los problemas sociales e institucionales de nuestro tiempo y sobre el necesario equilibrio de los diversos poderes en las sociedades democráticas”. Entre sus polémicos libros de teoría, sobresale Homo videns, un estudio de la política videoplasmada y teledirigida que convierte a los espectadores en bestias. Al igual que Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, que decía que “lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera”, Sartori advierte que un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende. La aseveración de filósofo español, escrita a finales de la década de los 20, se ratificaba a mediados del siglo pasado, cuando aparecía el aparato creador y recreador, por excelencia, de las masas: la televisión. De ahí que el pensador italiano ha advertido que el aspecto de la videopolítica que trata en su libro es que la televisión favorece —voluntaria o involuntariamente— la emotivización de la política, es decir, una política dirigida y reducida a episodios emocionales. Lo hace, dice el también autor de Teoría de la democracia, contando una infinidad de historias lacrimógenas y sucesos conmovedores. La cuestión, dice Sartori, es que la cultura de la imagen creada por la primacía de lo visible es portadora de mensajes candentes que agitan nuestras emociones, encienden nuestros sentimientos, excitan nuestros sentidos y, en definitiva, nos apasionan: “El saber es logos, no es pathos, y para administrar la ciudad política es necesario el logos. La cultura escrita no alcanza este grado de agitación. Y aun cuando la palabra también puede inflamar los ánimos (en la radio, por ejemplo), la palabra produce siempre menos conmoción que la imagen. Así pues, la cultura de la imagen rompe el delicado equilibrio entre pasión y racionalidad. La racionalidad del homo sapiens está retrocediendo, y la política emotivizada, provocada por la imagen, solivianta y agrava los problemas sin proporcionar absolutamente ninguna solución”. Estos pensamientos son los que encienden la llama de sus maldicientes opositores intelectuales y políticos. Pero también están sus adeptos que se desviven por sus ideas y señalan que Sartori se ha volcado siempre, con la valentía que le caracteriza y sin complejos mediocres y ansias de agradar, sobre las grandes cuestiones que marcan la vida y el debate en las sociedades modernas. Cómodo no ha sido nunca su pensamiento para nadie, y eso divierte mucho a este intelectual combativo y vital que cree que la ética de los principios es una máxima en el comportamiento de la persona, pero también que la ética de la responsabilidad debe primar en aquellos que tienen mandato político y social y están obligados a calcular, sopesar y prever las consecuencias de sus actos. Sartori considera que la sociedad pluralista puede morir de buena voluntad, falta de sentido común y reflexión serena. Porque individualmente, dice, podemos y debemos guiar nuestra conducta según nuestras convicciones y principios íntimos, pero los responsables de la cosa pública han de subordinar sus afectos a la responsabilidad de evaluar las consecuencias de sus actos para toda la sociedad. Y esto echa en cara a los políticos. Y lo que le granjea las críticas, cuando no las iras, de colegas, bienpensantes, filántropos profesionales, políticos humanitaristas y colectivos occidentales de vocación tercermundista. Considerado el Príncipe de la ciencia política de la izquierda liberal de Europa, Sartori también ha sido blanco de las polémicas por su posición ante las guerras, sobre todo con los pacifistas: “Los he atacado en algunos artículos no porque sea un amante de la guerra, sino porque el pacifismo niega muchas veces el derecho de resistencia y es un error. De nada sirve un pacifismo que se rinde a priori. Esta actitud sólo estimula agresiones. No apruebo este pacifismo infantil y juzgo vergonzoso que se diga que quien no es pacifista ama la guerra. Nadie ama la guerra, pero todas las naciones tienen derecho a la defensa”. Pero su visión del mundo se extiende a otros tópicos, tales como el cambio climático y la sobrepoblación, tal y como lo expone en su libro La tierra explota: “Nuevamente creo que es necesario el pesimismo útil. Si la gente se preocupa y se alarma, tal vez se haga algo para evitar la catástrofe. Obviamente, no se trata tan sólo de la contaminación atmosférica. El problema es mucho más amplio. Afecta de forma especialmente grave al agua. Tanto China como India, los dos países más poblados del planeta, se enfrentarán rápidamente a una crisis del agua, con graves consecuencias sobre el clima. Si los monzones se descontrolan, millones de personas pueden morir, sobre todo en Bangladesh. El Ganges podría convertirse en otro río Colorado. La agricultura india, basada en los pozos, en los acuíferos, se vería muy afectada. La proliferación de huracanes, lluvias torrenciales y calores extremos no tiene una explicación astronómica, sino que son reflejo del efecto invernadero y la insensatez de los seres humanos”. Un príncipe para un príncipe. Así se podría definir el galardón de Oviedo. Para este honoris causa, el homo ideologicus es hoy un animal extraviado que ha perdido su Biblia. La izquierda está perdida, sostiene Sartori, para quien le homo sapiens es un animal inteligente para gestionar y crear por sí mismo una ciudad buena, pero si está en peligro, “la democracia también lo está”. Su último libro es La carrera hacia ningún lugar, aunque él hubiera preferido titularlo: Del homo videns al homo cretinus. Entrevistado en junio pasado por Elisabetta Piqué para el diario argentino La Nación –a quien recibió en su casa del centro histórico de Roma sin ocultar su declive físico: vestido de elegante bata de seda, con dos tubitos para el oxígeno en la nariz y confesando tener hoy sólo una “memoria técnica”– afirma que los gobernantes europeos son “unos dementes” porque no bombardean, destruyen y hunden las barcazas que parten desde el norte de África hacia al sur de Italia, por supuesto, sin migrantes a bordo, y comenta que la posible victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos sería “la consagración del homo cretinus”. Además, el escritor italiano, quien todavía escribe en su vieja máquina portátil porque no se acostumbra a la computadora, advierte del peligro de la corrupción en nuestros días, aunque aclara que los Estados liberales bien constituidos pueden resistir su práctica. Pero los políticos no aprenden.